El Popular se ha evaporado con sus 90 años de historia, como la inversión de los miles de empleados y familias que un día decidieron comprar acciones del banco. El proceso de liquidación deja demasiados interrogantes. Muchos accionistas exigirán una respuesta en los tribunales.

¿Estaba tan grave el banco como para quebrar?

Cuando Emilio Saracho llegó a la presidencia, el 20 de febrero, la enfermedad del Popular estaba claramente identificada: su balance albergaba una cartera de activos tóxicos, con escaso valor, cifrada en 36.000 millones de euros y compuesta por suelo e inmuebles atesorados en la época del boom. Pero el banco no tenía un problema urgente de solvencia y mucho menos de liquidez. Al cierre del primer trimestre, Popular tenía un patrimonio neto sólido, de 11.000 millones; suficiente, en ese momento, para hacer frente a los activos contaminados.

De hecho, los indicadores que miden la solvencia (como el ratio de capital) superaban los mínimos exigidos y la entidad superó sin problema el año pasado los test de estrés del Banco Central del Europeo (BCE). Popular tenía un problema a futuro, lo sabían los analistas y lo admitían en el propio banco. Porque había activos mal tasados. Porque su frágil situación financiera condenaba a la entidad a ser cada vez menos solvente. Y no tenía a mano el comodín de la ampliación de capital, el más usado para insuflar oxígeno al balance; el antecesor de Saracho, Ángel Ron, lo había aplicado -sin éxito- sólo unos meses antes. Pero el 20 de febrero, Popular tenía solvencia para aguantar, al menos, lo que quedaba de 2017. Y por supuesto, disponía de una caja holgada. Desde luego, el banco valía más del euro que ha acabado pagando el Santander. Y no es una suposición: BBVA llegó a ofrecer cerca de 5.000 millones el pasado año a Ángel Ron.

¿Qué papel ha jugado Saracho?

La primera -y única- intervención pública de Saracho, en la junta de accionistas del 10 de abril, no sirvió para calmar a quienes tenían dudas. Es decir, a los accionistas, a los empleados, a los clientes y a los analistas y bancos de inversión que recomiendan si una empresa es fiable o es preferible huir de ella. El presidente admitió que Popular sólo tenía dos caminos para sobrevivir, cada cual más embarrado: la ampliación de capital o la venta a un rival. El mensaje de Saracho chirrió en el mundo financiero, en el planeta de los negocios, acostumbrado a que los ejecutivos vendan mucho los indicadores buenos y poco -o nada- los malos.

Las palabras del presidente activaron la caída libre de la acción, ya de por sí hundida en comparación con los buenos tiempos, cuando el Popular valía 20.000 millones y caminaba hacia el siglo de vida sacando pecho por su solidez. Saracho no volvió a dar la cara. Y su número dos, el fugaz Ignacio Sánchez Asiaín, sólo lo hizo una vez, en la presentación de los resultados trimestrales, para explicar las cuentas y trasladar un mensaje inquietante similar al del presidente.

¿Tomaron alguna medida cuando la situación era crítica?

A finales de mayo, la (mala) suerte del Popular ya estaba echada. Alrededor del banco sólo había dudas y nadie, ni el consejo de administración ni en la cúpula directiva, dio la cara para disiparlas. El escenario estaba preparado para la debacle. La acción se precipitó al vacío. Se multiplicaron las noticias preocupantes y los informes negativos de analistas negativos sobre el banco. Lo que era un problema a medio plazo de solvencia se convirtió en un problema inmediato de liquidez. Empezó a salir dinero de los depósitos, poco a poco al principio, y a un ritmo endiablado al final (se retiraron 18.000 millones en sus últimos 10 días de vida). Hasta que las señales de alarma se convirtieron en una orden de liquidación emitida en Fráncfort, que ponía fin a 90 años de brillante historia bancaria. Y el Popular murió en un silencio tan sepulcral como el que Saracho ha mantenido desde que se sentó en el sillón de presidente.

¿Qué ha hecho la CNMV ante el descalabro?

La caída en picado de las acciones del Popular, tan tremenda que le ha costado la vida, no ha merecido ni una sola medida de la Comisión Nacional del Mercado de Valores (CNMV). La institución encargada de velar por el correcto funcionamiento del mercado y de que todos los accionistas -grandes y pequeños- tengan los mismos derechos, también ha optado por el silencio mientras el Popular daba los últimos coletazos. Desde la llegada de Saracho hasta la liquidación, o sea, en menos de cuatro meses, se evaporaron 2.200 millones de capitalización, una cifra equivalente a lo captado en la última ampliación. En el momento de la defunción, Popular valía cerca de 1.300 millones: era la segunda cotizada más pequeña del Ibex 35 y el peor valor del índice europeo Stock 600 de la última década.

Durante todo este periodo, el supervisor de la Bolsa española se ha limitado a recordar que estaba vigilante. Ni siquiera abrió oficialmente la boca el pasado viernes 2, cuando la acción llegó a caer un 28%.

¿Se han defendido los intereses de los accionistas minoritarios?

En los últimos días, alrededor del Popular se arremolinaban esos días los inversores a corto, quienes intentan ganar dinero empujando la cotización hacia abajo. También hacían las maletas los grandes fondos de inversión. Los más informados sabían que si el banco se sometía a un proceso de resolución, los accionistas lo perderían todo. Mientras tanto, el Popular insistía en que seguía trabajando en las dos vías que Saracho presentó el día de la junta: la ampliación de capital o la venta.

Cuando llegó la liquidación, en la madrugada del día 7, la CNMV seguía sin abrir la boca. Y aún no lo ha hecho, a pesar de que muchos miles de accionistas se quedaron atrapados y vieron, impotentes, cómo desaparecía su inversión. Desde grandes fortunas, a familias que colocaron su dinero hace décadas en el Popular. Desde los grandes fondos de inversión que permanecieron en el capital, hasta los empleados del banco, que acudieron a la última ampliación animados por la alta dirección y que hoy se han quedado sin ahorros y a las puertas de un ERE masivo (otro más). Muchos de ellos se plantean ahora acudir a los tribunales y demandar no sólo a la cúpula del banco, también a la CNMV. Por el silencio y la inacción.