En diciembre de 2008, el Gobierno del PSOE consiguió su propósito de suprimir el Impuesto sobre el Patrimonio (IP). Las elecciones generales celebradas en marzo de ese año habían allanado, de forma holgada, la segunda legislatura de un optimista Rodríguez Zapatero que, apenas dos meses antes de noquear al IP, debió de considerar que la quiebra de Lehman Brothers era exclusivamente un fenómeno local que no podía cruzar el océano Atlántico.

Además de optimista, Rodríguez Zapatero era impetuoso e irreflexivo. No se lo pensó dos veces y decidió mantener formalmente la Ley del IP (aprobada en 1991) pero vaciándola de contenido de manera inmediata y definitiva. El PSOE utilizó la argucia jurídica de suprimir el “gravamen” efectivo del Impuesto sin derogar su normativa. ¿Cómo lo hizo? Sencillamente, imponiendo una bonificación sobre la cuota íntegra del 100%. ¿Por qué? La respuesta también es simple: con dicha técnica jurídica la eliminación del IP era instantánea y el Gobierno podía obviar el engorroso procedimiento de modificar el sistema de financiación autonómica (el IP es un tributo cedido y en él tienen voz, o deberían tenerla, las Comunidades Autónomas). Luego veremos que esta forma anómala de “matar” al IP tendría unas consecuencias de futuro sorprendentes (entre ellas la facilidad de su eventual “resurrección” a la carta). Por ahora nos basta retener que en 2008 desapareció una fuente de ingresos complementarios del IRPF que entonces ascendía a 2.300 millones de euros.

Como en los ejercicios posteriores la recaudación fiscal cayó a plomo, Rodríguez Zapatero empezó a sospechar de sí mismo y a impugnar su política tributaria expansiva. En relación con el IP, y aunque en 2008 había decidido convertirlo en una pieza estable del museo de artefactos raros e inútiles, la conservación de la estructura formal del Impuesto permitía al jefe socialista activar su “recuperación” de forma urgente y sin los trámites legales de rigor. Además, la llamada a las urnas para noviembre de 2011 le obligaba a regalar una baza electoral suplementaria al candidato del PSOE, el ex ministro Pérez Rubalcaba.

En septiembre de 2011 y mediante Decreto-ley, el presidente Zapatero “resucitaba” un tributo al que ahora calificaba de esencial para restablecer la equidad en el reparto de los costes de la crisis, pese a que en la misma legislatura le había dado el matarile que los legisladores antiguos propinaban a los individuos vagos y maleantes.  Y añadía a su texto originario unos cuantos granos de sal y pimienta para garantizar parcialmente sus efectos redistributivos (aumento del mínimo exento y un menor gravamen para las viviendas de tipo medio). Lo que no sufrió ninguna variación fue el optimismo insobornable de Rodríguez Zapatero. El restablecimiento del IP era sólo temporal, limitado a los ejercicios 2011 y 2012. ZP ya no estaría, pero los socialistas acabarían domando la recesión en dos años. Por tanto, el IP –según los designios de Zapatero- volvería a morir (previsiblemente por segunda vez) coincidiendo con las campanadas que darían la bienvenida al primer año de gloria económica, el deseado 2013.

Pero iba a ser que no. Porque, ya bajo la égida de Mariano Rajoy, la vigencia del IP se ha prorrogado, año tras año, gracias a la correspondiente Ley de Presupuestos. La última vez durante 2016, anunciando los PGE actuales nuevamente su defunción irreversible y sin posibilidad de reanimación (una intención que hasta entonces había resultado ser más falsa que la nobleza moral de la Asociación Nacional del Rifle). En todo caso, la música de 2016 sonaba a la cantilena de siempre: ahorita mismo ya no era mañana y el óbito inducido y a fecha cierta (en este caso la del 31 de diciembre del año en curso) ya no tendría marcha atrás.

Pero como el que se engaña a sí mismo (y de paso a los espectadores) jugando al solitario suele ser un tramposo reincidente, tampoco había que seguirle la corriente a Rajoy. Todo conspiraba para una repetición (la enésima) de la jugada para el ejercicio 2017. ¿Quién es el guapo que prescinde de un tributo, aunque su recaudación no sea muy elevada, cuando el trabuco de Bruselas, como sucede hoy, te enfoca con cara de pocos amigos intimidándote a que corrijas ipso facto la desviación de la trayectoria deficitaria? Sin embargo, con tanto meneo, el cántaro se acaba rompiendo. El socorrido auxilio de la prórroga anual del IP gracias a los PGE desaparece si el Gobierno no puede presentar los PGE a la aprobación de las Cortes, como le ocurre a un Gobierno en funciones. Paradójicamente, la prórroga para 2017 de los PGE de 2016 no alargaría la vigencia automática y sin solución de continuidad del IP con efectos de 1 de enero de 2017. Lo prohíbe categóricamente la Ley de Presupuestos de 2016.

Houston, tenemos un problema. Incluso dos de cara a nuestro futuro inmediato. El primero es de naturaleza jurídica y alude al dilema de si un Gobierno en funciones podría, si así lo decidiera, mantener con vida al IP mediante un Decreto-ley. El segundo es de carácter factual: ¿convalidaría un Congreso de los Diputados hostil un Decreto-ley con ese afán renovador procedente de un Gobierno débil y sin demasiados amigos en el Parlamento? La duda me parece legítima. Y también lo sería si, prorrogados de manera automática los PGE de 2016 en ausencia de aprobación de los del curso venidero antes del 31 de diciembre de 2016, las Cortes Generales examinaran posteriormente una iniciativa legislativa (referente, entre otros asuntos, al IP) de un Gobierno ya investido por el Congreso. De prosperar, esa fórmula sería válida para extender la vida del IP a 2017 porque el devengo del tributo se produce el 31 de diciembre de cada año (no existiría una retroactividad completa). El Gobierno, por consiguiente, aún estaría a tiempo. No obstante, podría ser una misión imposible en la práctica: el Ejecutivo necesitaría el concurso de terceros en una etapa política, la actual, forjada a garrotazos en un ambiente envenenado por el cerrilismo y el odio que se profesan mutuamente los agentes políticos. Obviamente, se podría restablecer de nuevo el IP si el próximo Gobierno –el que fuera- contara con los suficientes apoyos parlamentarios y se pusiera término al “cainismo” político que hoy nos devora.

Dice el Evangelio (Juan, 33-44) que Marta no confiaba en la resurrección de su hermano Lázaro porque, cuatro días después de su muerte, su cuerpo “hedía”. Sin embargo, se obró el milagro. Fue algo estupendo, desde luego. El IP, como Lázaro, tampoco desprende un aroma a Channel número 5. El IP podría resucitar otra vez gracias a un prodigio. Pero me extrañaría. La política española no es apta para mesías con poderes taumatúrgicos y mejores intenciones. Aquí y ahora sólo prevalecen los equilibristas y los bomberos. Dicho sea con los debidos respetos a los profesionales del circo y a los valientes hombres del casco y la manguera. Mientras, los pirómanos hacen todo lo que se les ocurre para multiplicar las llamas de su incendio. Ojalá me equivoque. En cualquier caso, y después del intento casi consumado de suicidio del PSOE y a la espera de las consecuencias del melodrama de Ferraz respecto a la investidura, los próximos días dictarán su sentencia -¿inapelable?- de vida o muerte del IP.


Félix Bornstein es abogado experto en fiscalidad.