No hace falta esperar más salvo si lo que se busca es prolongar el tiempo de la esperanza y dilatar el momento de hacerle frente a la realidad. El discurso del nuevo presidente norteamericano ha despejado todas las dudas que los optimistas albergaban sobre si el Donald Trump presidente sería muy distinto, y mucho más prudente, que el Donald Trump candidato. Ya se ve que no será así y que está decidido a hacer realidad todas las promesas y todas las amenazas proferidas durante su campaña.

Para empezar, el presidente Trump describió un país, los Estados Unidos de América, que parecía una réplica gigantesca de las favelas que rodean Río de Janeiro: muchedumbres de trabajadores en el paro, ejércitos de drogadictos, calles anegadas de delincuentes y asesinos y un paisaje lunar de empresas cerradas y abandonadas a los estragos del paso del tiempo. De esa situación va a rescatar Donald Trump, eso ha dicho, a su país y a sus compatriotas, muchos de los cuales han escuchado con embeleso sus palabras. Otros lo han escuchado con horror.  Pero su país no es ni de lejos lo que ha descrito él con una frivolidad y un tremendismo impropio de quien asume la mayor responsabilidad política del planeta.

Más allá de las fronteras de los Estados Unidos, y por más que la diplomacia envuelve siempre las aristas en terciopelo, la primera intervención de Trump como líder de la primera potencia del mundo ha causado enorme preocupación y en algunos casos espanto. Trump ha anunciado que cada país del mundo tendrá que ocuparse de resolver sus propios problemas, del mismo modo que se disponen a hacer los Estados Unidos. Y no hablaba de los problemas internos de cada cual, sino precisamente de los problemas comunes, de aquellos que tienen que ver con  la seguridad colectiva, con una política de defensa común de los intereses y los valores de las llamadas democracias occidentales.

Y aquí estamos hablando de la lucha contra el terrorismo yihadista que golpea Europa como en su día golpeó el corazón de América. Y estamos hablando del equilibrio de fuerzas de dos potencias nucleares que en su día definió las relaciones internacionales durante la guerra fría que EEUU y la URSS y sus satélites mantuvieron después de la Segunda Guerra Mundial y hasta finales de los años 80 del siglo pasado. Unas relaciones que en estos momentos atraviesan un elevado estado de tensión que afecta y amenaza la estabilidad de una parte del mundo en el que se disputa la hegemonía de uno de los dos grandes bloques. Estamos hablando de Afganistán, de Siria, de Irak, de Libia, de Irán, de Oriente Próximo... escenarios todos en los que la política decidida en su momento por un presidente norteamericano ha determinado directamente la situación de gravísimo deterioro en la que cada uno de esos problemas se encuentra hoy.

Parece que Donald Trump está decidido a dar la espalda al desorden mundial que las políticas norteamericanas ha contribuido a crear. Pero eso no sólo no es aceptable sino que augura la multiplicación de mayores y más dramáticos conflictos en los que la parte más débil, que nunca será EEUU, será siempre la derrotada.

Por no hablar del futuro que le espera a una Europa que, eso es verdad, ha pasado décadas dejando que EEUU garantizara su seguridad y su defensa en la medida en que la seguridad de Europa era también garantía de la seguridad del gigante americano. Pero Donald Trump no puede, no tiene derecho a dar la espalda a una Europa que es su socio irrenunciable porque es el espacio compartido de democracia donde se respetan las libertades y los derechos humanos. Y no puede despreciar una organización defensiva tan valiosa como la Alianza Atlántica que desde el fin de la Segunda Guerra ha proporcionado un compromiso de defensa colectiva que ha hecho posible todos estos años de relativa paz en esta parte del mundo. Si el nuevo presidente lleva a cabo lo que anuncia, entraremos en una espiral de inestabilidad que conducirá probablemente a una multiplicación de conflictos y de violencia que afectarán también a las naciones democráticas del hemisferio norte y arrasará definitivamente a las demás. Eso por lo que se refiere a la política exterior con sólo echar una ojeada al panorama mundial, que Trump parece dispuesto a ignorar aunque hay que pensar, que desear, que es muy dudoso que pueda llevar a cabo sus propósitos. Un paisaje similar se dibuja en el terreno del comercio internacional y de una globalización a la que el nuevo presidente se ha declarado decidido a poner coto.

Los primeros pasos de Donald Trump como nuevo presidente de los Estados Unidos han resultado más inquietantes aún que sus palabras como candidato. Queda una última esperanza: la de que los miembros de su equipo  frenen sus intenciones, eviten sus anunciados desmanes y devuelvan a la política norteamericana por la senda de la sensatez que le es exigible a quien ha sido hasta ayer el gendarme del mundo y que no puede, no se le puede tolerar, quitarse de pronto la gorra y tirar el bastón al suelo.