Lo peor que le puede suceder a un ministro del Interior es caer en la tentación de asumir el papel de policía. Y eso fue lo que le ocurrió a Jorge Fernández Díaz. Cuando se hizo cargo de la cartera, en diciembre de 2011, habían pasado dos meses desde que ETA anunciara el cese de su actividad armada. La banda llevaba mucho tiempo sin matar y su capacidad operativa era ya muy limitada. La pesadilla que se convirtió en obsesión para sus antecesores, desde hacía 40 años, tocaba a su fin.

Pero el ministro, amigo y leal colaborador de Mariano Rajoy, tuvo claro desde el primer día que su misión al frente de Interior era desactivar el separatismo en Cataluña. Y a ello se dedicó en cuerpo y alma.

El flanco más débil del independentismo -y en eso no le faltaba razón- era la corrupción que impregnaba tanto a Convergència como a Jordi Pujol y a su familia. Se propuso acabar con décadas de impunidad y, para ello, se dejó asesorar por la cúpula policial. Creó una especie de grupo especial con el objetivo de desactivar el reto soberanista.

Figuras estelares de ese grupo eran el Director Adjunto Operativo (DAO) de la Policía, Eugenio Pino; el responsable de Asuntos Internos, Marcelino Martín Blas, y un colaborador muy particular, el comisario José Manuel Villarejo.

Un elemento clave para destapar la corrupción que afectaba directamente a la familia Pujol fue la declaración de María Victoria Álvarez, que durante un tiempo fue pareja sentimental de Jordi Pujol Ferrusola (hijo mayor del ex presidente de la Generalitat y fundador de CiU).

Álvarez le había contado a la líder del PP en Cataluña, Alicia Sánchez Camacho, algunas de las andanzas de su ex pareja, en el transcurso de un almuerzo mantenido en el restaurante La Camarga (el 10 de julio de 2010). La conversación fue grabada por la empresa Método 3. Sin embargo, las pistas de posibles delitos, entre otros el lavado de dinero negro, no fueron investigadas.

El ministro tuvo claro que su misión pasaba por desactivar el independentismo indagando la corrupción de sus líderes

Fue personalmente Villarejo el que convenció en el otoño de 2012 a Vicky Álvarez para que declarara ante la Audiencia Nacional y pusiera en conocimiento del juez lo que sabía sobre los negocios ilegales de Jordi Pujol Ferrusola.

Por increíble que parezca, el juez Pablo Ruz consideró que sus aportaciones no tenían suficiente base para abrir una investigación y el caso derivó a un juzgado de Plaza de Castilla.

Álvarez, en su afán porque sus denuncias tuvieran algún efecto, también se reunió con el responsable de la Oficina Antifraude de Cataluña, Daniel de Alfonso, a quien aportó diversa información sobre el dinero negro que movía la familia Pujol.

El trabajo del grupo especial dio, por fin, resultado concreto en el verano de 2014, cuando se logró localizar una cuenta en la Banca Privada de Andorra en la que la mujer de Jordi Pujol, Marta Ferrusola, y cuatro de sus hijos (Marta, Mireia, Pere y Oleguer) habían ingresado 3,4 millones de euros sólo durante el mes de diciembre de 2010. Ese fue el principio del fin. El ex president -sin duda, el político más carismático de Cataluña y figura icónica del nacionalismo- tuvo que reconocer públicamente que había ocultado parte de su fortuna durante más de 20 años. Un juzgado de Barcelona inició una investigación sobre la fortuna de la familia que, posteriormente, recaló en la Audiencia Nacional, donde ahora el juez José de la Mata instruye la macrocausa.

Fue en el otoño de 2014, una vez que Pujol había reconocido una parte de sus pecados, cuando se produjeron las reuniones en el Ministerio del Interior entre Fernández Díaz y Daniel de Alfonso. El objetivo de aquellos encuentros era compartir información sobre la corrupción que podía afectar a diversos líderes independentistas. Una especie de frente común ante una amenaza que tenía su punto culminante en el referéndum convocado para el 9 de noviembre (y por cuya convocatoria tendrá que declarar hoy Artur Mas).

Eugenio Pino convenció al ministro para que mantuviera dichas reuniones, mientras que su jefe de gabinete, Fuentes Gago, se encargó de convencer a De Alfonso.

Fernández Díaz no pudo resistirse a la tentación de jugar su propio papel en el desmantelamiento de la corrupción en Cataluña. Una debilidad que le costó muy cara.