Es difícil para las personas que no vivieron en los años 70 calibrar en su justa medida lo que significó la legalización del Partido Comunista de España (PCE). La decisión adoptada por Adolfo Suárez no sólo significaba abrir las puertas de la legalidad, por parte de un Gobierno todavía heredero del franquismo, a un grupo considerado de extrema izquierda, sino poner en riesgo el proceso mismo de la Transición por la amenaza involucionista de los grupos más reaccionarios, que habían situado la línea roja de la incipiente democracia en el Partido Socialista (PSOE).

El régimen de Francisco Franco, apoyado en partidos políticos como Fuerza Nueva o la Falange, en sectores de la burguesía ligados al Opus Dei, en una franja muy conservadora de la Iglesia y, sobre todo, en un buen número de mandos de las Fuerzas Armadas, intentó perpetuarse en el poder. El generalísimo concibió la reinstauración de la Monarquía con la vista puesta en la perpetuación su obra y su modelo político. De hecho, la proclamación de Juan Carlos de Borbón como Rey de España se produjo tan solo dos días después de la muerte del dictador.

Pero el país había cambiado mucho, sobre todo a partir de la década de los 60. En la Universidad, en las fábricas (donde ya actuaban sindicatos ilegales como CCOO y UGT), entre los profesionales, los intelectuales e incluso en sectores de la burguesía, de la Iglesia y del Ejército, se había ido produciendo un progresivo distanciamiento de la dictadura, en paralelo con una contagiosa demanda de libertad.

Tal vez la mayor virtud del Juan Carlos I y de Adolfo Suárez consistió en que ellos se dieron cuenta de esa transformación y también en que fueron conscientes de que oponerse a ella podría abocar al país a un nuevo enfrentamiento como el que se produjo en los años 30.

Suárez actuó con astucia y altura de miras: dejar fuera de juego al PCE suponía más riesgos para el proyecto que incorporarlo, a pesar de los nostálgicos del franquismo.

La democracia no se abordó como un problema por parte del Rey y del presidente del Gobierno (como así la veían los franquistas), sino como una solución para acoplar las ansias de libertad de gran parte de la juventud con el miedo a una nueva Guerra Civil que todavía pervivía en los que participaron en ella y sufrieron sus consecuencias políticas, económicas y culturales durante casi 40 años.

Cuando en agosto de 1976 Suárez le planteó a su ministro de Gobernación, Rodolfo Marín Villa, la posibilidad de legalizar al PCE, se apoyó en una encuesta oficial y, por supuesto, secreta, en la que se ponía de manifiesto que una mayoría de españoles estaba a favor de esa medida.

El líder de la UCD sabía que legalizar a los comunistas era el verdadero test para medir la credibilidad de su proyecto político. De alguna manera, ésa era la clave de bóveda de la Transición.

Un mes después de esa reunión con Martín Villa, Suárez se reunió con la cúpula militar para abordar el espinoso asunto de la legalización de los comunistas. Hay versiones contradictorias sobre lo que les dijo el presidente del Gobierno a los militares. En todo caso, lo más seguro es que fuera lo suficientemente ambiguo como para que aquel encuentro pudiera interpretarse posteriormente al gusto del consumidor.

1977 ha pasado ya a la historia reciente de España como el año en el que todos vivimos peligrosamente, en el que la Transición pudo saltar por los aires. En enero se produjo la matanza de los abogados laboralistas de Atocha y la respuesta fue una masiva manifestación organizada por el PCE en la que, en palabras de Martín Villa, “Santiago Carrillo y el resto de los dirigentes comunistas demostraron ser gentes de orden”.

En aquellos años todos los protagonistas eran conscientes de las debilidades del proyecto hacia la democracia. Empezando por Carrillo, que supo que él también tenía que hacer concesiones que dieran argumentos a Suárez y al Rey para contrarrestar la ofensiva que se preparaba desde los sectores más conservadores.

Cuando, hace ahora 40 años, se legalizó al PCE, España, sin saberlo, iniciaba una nueva etapa, que concluiría con la consolidación definitiva de la democracia y su integración en la Comunidad Europea.

Hubo tensiones en las Fuerzas Armadas y la extrema derecha trató de movilizar a los nostálgicos, sin lograr nunca las movilizaciones de la izquierda

Hubo tensiones en las Fuerzas Armadas (dimitió el almirante Pita da Veiga como ministro de Marina) y la extrema derecha trató de movilizar a los nostálgicos, sin conseguir nunca superar a las movilizaciones de la izquierda.

Carrillo asumió la bandera española y metió en un baúl la enseña republicana, que había sido su estandarte, junto con la hoz y el martillo, durante los años de dictadura. Cuando los partidos a la izquierda del PCE le acusaron de bajarse los pantalones, Carrillo les contestó: “El dilema ahora no es entre monarquía o república, sino entre democracia o dictadura”.

Lo importante, visto con la perspectiva de cuatro décadas, no fue la inscripción en el registro de una siglas que representaban una ideología totalitaria y un partido que fue responsable de siniestras matanzas durante la Guerra Civil, sino la altura de miras de los que participaron en una operación arriesgada que, a la postre, implicó un salto histórico para el país. En las elecciones del mes de junio de 1977, la UCD se alzó con la victoria con el 34,44% de los votos (165 escaños). El PCE logró el apoyo del 9,33% de los votantes (20 escaños). El partido de los franquistas (Alianza Nacional 18 de Julio), de Raimundo Fernández-Cuesta, se quedó sin representación parlamentaria al alcanzar el respaldo de sólo el 0,37 de los votos.

Después de 41 años, el pueblo había hablado. La Transición se consolidaba gracias, entre otras cosas, a la legalización de un PCE que supo aceptar las reglas del juego.