"En cada Estado hay tres clases de poderes: por el legislativo, el príncipe o el magistrado hace las leyes para cierto tiempo o para siempre, y corrige o deroga las que están hechas. Por el ejecutivo, hace la paz o la guerra, envía o recibe embajadores, establece la seguridad y previene las invasiones, y por el judicial, castiga los crímenes o decide las contiendas de los particulares" (Charles Louis de Secondat, Barón de Montesquieu).

La definición de un estado de derecho es cosa breve, sencilla y, como puede verse, duradera en el tiempo. Hace más de 250 años que Montesquieu definió la esencia de un estado democrático y, desde entonces, no han dejado de aparecer asesinos, algunos brillantes, otros sencillamente bárbaros, que han querido acabar con su filosofía siempre en nombre de supuestos valores superiores, como la raza, la clase social, la nacionalidad, el pueblo, etc.

Vivimos tiempos de cambio en los que todo parece estar en cuestión. La dureza de la crisis económica y, sobre todo, la corrupción, han dado a luz a una visión del mundo que consiste en revisar todo lo anterior, incluido el sistema político. La desvergüenza con la que han actuado algunos destacados miembros de la clase política favorece el discurso populista que consiste en derribar el edificio institucional construido tras la muerte de Franco.

Lo que estamos comprobando en las últimas semanas es que, en esencia, el Estado de derecho funciona con razonable eficacia a pesar de las presiones: los jueces, los fiscales, los cuerpos de seguridad, la prensa, el Congreso, están cumpliendo con el papel que les atribuye la Constitución.

Siguiendo la línea marcada por Montesquieu, una democracia sería el sistema político en el que los políticos no actúan como jueces, ni los jueces como políticos; en el que los policías no sustituyen a los fiscales, y en el que los periodistas no quieren ser jueces, fiscales y policías al mismo tiempo. Es decir, un sistema en el que cada uno cumple con su función.

La UCO no ha recibido presiones políticas ni en la operación Lezo, ni en el caso de los ERE. La explicación: los gobiernos saben que hacerlo sería inútil

Mentiríamos a los ciudadanos si dijéramos que los gobiernos -todos lo gobiernos- han sido exquisitamente respetuosos con la división de poderes. Pero tampoco diríamos la verdad si no constatáramos que, en muchos de los casos, sus intentos han devenido en fracaso.

Incluso, en algunas instituciones clave ni siquiera lo han intentado, a sabiendas de que su esfuerzo sería en vano.

Cuando le pregunto al jefe de la UCO, Manuel Sánchez, si alguna vez ha recibido alguna indicación por parte del Gobierno, la respuesta del coronel de la Guardia Civil es contundente: "Nunca".

La UCO es un cuerpo de élite del instituto armado "al servicio del Estado". No importa quién gobierne o sobre qué partido político recaigan sus investigaciones. La UCO ha rastreado el caso de los ERE en Andalucía y la operación Lezo. Con la misma intensidad, entre otros muchos.

Cuando al jefe de la Unidad alguno de sus amigos -posiblemente votantes del PP- le pide que "dé caña a otros partidos",  el coronel se encoge de hombros: "Nosotros actuamos contra la corrupción, esté donde esté".

Reconforta comprobar que hay profesionales que actúan al margen de las presiones o de sus preferencias políticas. Satisface observar a jóvenes de entre veinte y treinta años realizar su trabajo de investigación sin preguntarse quién saldrá perjudicado o quién sacará rédito político de sus pesquisas.

Mucho más importante que el grado de corrupción para medir la salud democrática de un país es que sus instituciones funcionen. Y que haya funcionarios que cumplan con su papel sin esperar recibir nada a cambio.