La Constitución, que tras un altísimo consenso político en las Cortes elegidas el 15 de junio de 1977 -fue aprobada en el Congreso por 325 votos a favor, 6 en contra y 14 abstenciones- al que siguió el masivo en el Referéndum que se celebró el 6 de diciembre de 1978, ha traído al país un largo periodo de estabilidad política y desarrollo económico que ningún ser mínimamente racional podrá negar. Sin embargo, son muchas las voces que hoy reclaman un texto constitucional nuevo. Y yo me pregunto: ¿Para qué? ¿Para la puesta al día de aquellos pasajes que han quedado obsoletos o son manifiestamente mejorables? ¿O para darle la vuelta como si fuera un calcetín?

Me temo que las voces populistas (ya sean nacionalistas, ya de extrema izquierda) lo que piden son cambios radicales. Por ejemplo, los separatistas catalanes no tienen empacho en señalar que el apartado 2 del Artículo primero no va con ellos: “La soberanía nacional reside en el pueblo español, del que emanan los poderes del Estado” y tampoco el primer párrafo del Artículo 2: “La Constitución se fundamenta en la indisoluble unidad de la Nación española, patria común e indivisible de todos los españoles”. Y, por supuesto, reniegan del Artículo 3 y lo conculcan mañana, tarde y noche: “El castellano es la lengua española oficial del Estado. Todos los españoles tienen el deber de conocerla y derecho a usarla”. Para no hablar del apartado 1 del Artículo 8, que les produce escarlatina: “Las  Fuerzas Armadas, constituidas por el Ejército de Tierra, la Armada y el Ejército del Aire tienen como misión garantizar la soberanía e independencia de España, defender su integridad territorial y el ordenamiento constitucional”.

A las demandas imposibles de los separatistas se ha unido la de Podemos, que añade una redacción republicana

A las demandas imposibles de satisfacer de los separatistas catalanes se han unido en los últimos tiempos los populistas de extrema izquierda, unidos (o pegados) en ese “maremágnum de los beligerantes” que se conoce con el nombre de Podemos y que a esas demandas separatistas añaden la eliminación del título II (De la Corona), que habría de ser sustituido por una redacción republicana.

Digámoslo de una vez: tocar los artículos aquí citados no sólo rompería el país en pedazos, sino que para conseguirlo los partidarios del desaguisado tendrían que dar un golpe de Estado, pues jamás conseguirían cumplir con lo que ordena el Artículo 168, a saber: para hacer una “revisión total de la Constitución o una parcial que afecta al Título preliminar, al Capítulo II, Sección primera del Título I o al Título II, se procederá a la aprobación del principio por mayoría de dos tercios de cada Cámara y a la disolución inmediata de las Cortes”. Luego se convocarían elecciones y las cámaras que salgan de ellas deberán aprobarlas de nuevo por igual mayoría. Acabado este fácil trámite, el nuevo texto constitucional se sometería a referéndum. Nadie en su sano juicio estará jamás dispuesto a iniciar esta gymkana política.

Por lo tanto, si lo que se quiere es regalar el derecho a decidir, es decir, la autodeterminación a Cataluña, a Euskadi… o a Cartagena (ya lo hizo la añorada Primera República) u otorgar otras regalías inconstitucionales (como lo fue en parte el nuevo Estatuto de Cataluña que parieron con fórceps Zapatero y Mas), entonces, como eso ni se debe ni se puede hacer, tendrían que saltarse a la torera la Constitución. En otras palabras: dar un golpe de Estado o buscar una triquiñuela leguleya que elimine ilegal e ilegítimamente el citado Artículo 168 de la Constitución. Para evitar tamaños despropósitos, sería mejor decirles claramente a los separatistas, a Podemos y al PSC (últimamente dedicado en exclusiva a perder votos en Cataluña y a hacérselos perder al PSOE en el resto de España) que se vayan olvidando de sus locuras los dos primeros y de sus trampas federalistas los últimos.

Por el bien de catalanes y españoles, espero que el diálogo que se anuncia entre el Gobierno y los separatistas no fructifique

El mayor error que el Estado viene cometiendo en Cataluña ha consistido en confundir a ésta con sus élites nacionalistas, regalándoles el monopolio de la representación de la sociedad catalana y permitiendo que sus ideas se instalaran allí como el paradigma de la corrección política. Por el bien de catalanes y españoles, espero que el diálogo que ahora se anuncia entre el Gobierno y los separatistas no fructifique, pues de ser así sólo tendremos más años del mismo tacticismo. En la nueva etapa que se ha de abrir, no hay que dialogar con el nacionalismo catalán, pero sí hay que dialogar, y mucho, con los catalanes.

Lo que sí se podría y debería hacerse es enmendar (en el sentido norteamericano del término) por ejemplo el texto del Título VIII, que es una auténtico camello, es decir, un caballo hecho por una Comisión. Y es un camello porque se quiso darles gusto a los nacionalistas, que deseaban -¡cómo no!- un texto abierto.

En mi opinión, es ya hora de cerrar esas puertas y dejar las cosas claras de una vez.