Ese día yo llegué a mi despacho y oía en todas las emisoras: ‘Blas Piñar citado en la Dirección General de Seguridad con motivo del crimen de Atocha’. Me gustaría decir que yo ni siquiera sabía que existía un despacho de abogados laboralistas en esa calle, ni que los que dirigían ese despacho eran comunistas, ni siquiera que hubiera una huelga. Llamé por teléfono al señor Martín Villa, con quien me unía una cierta relación. Me contestó indignado: ‘Esto que están haciendo contra ti es una campaña indecorosa, te ruego que te pongas inmediatamente en contacto con el director de la DGS’”.

Así se explicaba en su despacho de Puerta de Hierro en Madrid, hace ya diez años, el entonces anciano y enfermo líder del partido de la ultraderecha Fuerza Nueva, que fallecería en 2014. Respiraba ya con dificultad, aunque su voz sonaba a intervalos enérgica como en los mítines del partido que recogen las videotecas y en los que arengaba a la juventud a favor de continuar con el régimen y el espíritu del 18 de julio de 1936. La impresionante biblioteca estaba acompañada de abundante parafernalia y simbología franquista: Piñar había vivido de niño dentro del Alcázar de Toledo durante el asedio de la Guerra Civil. Le había solicitado la entrevista, que sería una de las últimas que concedería, como una postrera oportunidad de conocer la versión de quien fuera insistentemente señalado entonces como uno de los artífices del terrorismo ultra, que junto a los atentados de ETA y los GRAPO, amenazaban el desarrollo de la Transición democrática durante aquel infausto diciembre de 1976 y enero de 1977, hace ahora 40 años.

Blas Piñar se refería, con vehemencia, al 15 de marzo de 1977, el día que fueron detenidos los autores de la matanza de los abogados laboralistas de la calle Atocha número 55, asesinados a sangre fría al filo de las once de la noche del lunes 24 de enero de 1977. Rodolfo Martín Villa era el ministro de Gobernación (Interior) y el director de la Dirección General de Seguridad Mariano Nicolás, que provenía del Sindicato Estudiantil y Falange y había sido gobernador civil de varias capitales, la última, Valencia.

Dos de los autores tenían claros vínculos con Fuerza Nueva, aunque ninguno de los tres militaba en ese momento

Casi dos meses después del atentado, los autores del crimen, Fernando Lerdo de Tejada de 23 años, José Fernández Cerdá de 31 y Carlos García Juliá de 21, que ni se habían escondido, ni habían tomado precauciones, pasaban a disposición judicial. Los dos primeros tenían claros vínculos con el partido Fuerza Nueva, aunque ninguno de los tres militaba en ese momento en sus filas. Sin embargo, el propio Blas Piñar había sido testigo de boda del hermano de Fernando Lerdo de Tejada, en la finca de la familia en El Toboso. Tan solo dos días del asesinato, el 22 de enero, según informó Diario 16.

“Cuando hablé con el director de la DGS, -Mariano Nicolás- me explica que ‘ha habido una rueda de prensa en la que ha estado Rosón –nada amigo nuestro por supuesto- y no le ha faltado más que decir que había sido usted quien ha organizado todo esto’. ‘Yo te cuento lo que ha pasado’, y me explica lo de la huelga de transportes que por lo visto era un gran palo para las empresas, de forma que recurrieron a buscar a unos cuantos idealistas, ‘superpatriotas’ los cuales iban a dar un castigo a estos señores –no miembros de F. N.-, no con propósito de matar a nadie sino de dar un susto. Lo cierto es que me contó que buscaron a gente no de F. N. pero sí que habían sido –de la editorial, no existía el partido-. Uno de ellos era Lerdo de Tejada, que yo había tenido mucha amistad con su familia. Teníamos mutuo afecto, este chico era uno de los que frecuentaba la editorial".

El asesinato no se planificó como tal

Lo que explicaba Blas Piñar sobre la huelga del transporte aludía a lo que dejó al descubierto la accidentada instrucción del caso por parte del juez Rafael Gómez Chaparro y el juicio posterior: el asesinato no se había planificado como tal. La acción terrorista había partido de una respuesta del sindicato vertical franquista del transporte de Madrid, bajo la supervisión de Francisco Albadalejo, en contra de la huelga promovida por Comisiones Obreras, cuyo responsable era Joaquín Navarro. El domingo 23 se había celebrado una manifestación pro amnistía, y durante la misma murió asesinado por la espalda el estudiante Arturo Ruiz, tras un disparo de un ultra de los Guerrilleros de Cristo Rey.

Durante una semana, el Gobierno llegó a pensar que se podía venir abajo todo el proceso de la Transición

Comenzaba lo que para el entonces ministro de Gobernación, Rodolfo Martín Villa, fue la semana en la que realmente el gobierno llegó a pensar que se podía venir abajo todo el proceso de la Transición. Tras una protesta en las calles por la muerte de Arturo Ruiz, al día siguiente, un bote de humo lanzado por la Policía Armada alcanzaba a Mari Luz Nájera y acababa con su vida. Casi al mismo tiempo los GRAPO, que ya habían secuestrado al presidente del Consejo de Estado, Antonio Oriol, retenían ahora al teniente general Emilio Villaescusa, presidente del Consejo Supremo de Justicia Militar. Por la noche se produjo la matanza. La tensión amedrentó a la calle, y todavía más, al Gobierno.

Los abogados que ejercieron la acusación contra los asesinos de los laboralistas de Atocha, a los que sumaban como inductor Francisco Albadalejo, cooperador Leocadio Caravaca, y cómplice Gloria Herguedas, pareja de Cerrá, trataban de poner al descubierto oscuras tramas ultraderechistas de líderes como Blas Piñar y fuerzas reaccionarias dentro del propio aparato de seguridad del estado. Según las sospechas de algunos de los abogados, entre ellos José Bono y Cristina Almeida, habrían participado de alguna forma en la elaboración de los atentados para desestabilizar el proceso de la transición.

Lo más llamativo de aquellas horas en el despacho del que fuera líder de Fuerza Nueva era que él mismo apuntaba a esos elementos de la fuerzas del orden, infiltrados en la ultraderecha, precisamente para dinamitar un proceso democrático que ellos mismos combatían. Por extraño que parezca, se adhería a la tesis de El País, que durante aquellos terribles días de enero estableció una conexión clara entre la provocación de los GRAPO con los secuestros de Antonio Oriol y el teniente general Emilio Villaescusa y las acciones de los ultras, tesis que su entonces director, Juan Luis Cebrián, recalca de nuevo en las memorias publicadas hace unos meses, Primera Página. Vida de un periodista (Debate).

Teoría de la conspiración

“La tesis de la conspiración fue abiertamente sostenida por El País en un editorial  y poco después pareció verse confirmada por la incoherente actividad de los propio GRAPO. Algunos de los identificados por la policía como los captores de Oriol y Villaescusa se arriesgaron, mientras mantenían a sus rehenes, a atracar varias entidades bancarias en el sur de Madrid el mismo día que en la capital se preparaba una gran manifestación, auspiciada por el todavía ilegal Partido Comunista con motivo del entierro de los laboralistas acribillados en Atocha”.

Carlos García Juliá formaba parte de los grupúsculos vinculados a los Guerrilleros de Cristo Rey

Sin embargo, la orden de Albadalejo había sido la de localizar a Navarro y “darle un susto”. Según sus informantes, el sindicalista frecuentaba el despacho de abogados de la calle Atocha 55, donde iba a estar ese lunes y donde trabajaba también entonces Manuela Carmena, alcaldesa de Madrid, que en ese momento no estaba. Para el “susto” reclutó a un habitual camorrista de la ultraderecha: José Fernández Cerrá, que llamó a su vez a Carlos García Juliá. El primero había participado ya en actos ultra contra librerías de corte “izquierdista” como la Oveja Negra de Madrid, que incendió con cócteles Molotov. De las librerías pasaría al calibre 9 mm de su Browning Parabellum que se llevó en el bolsillo para dar un ‘susto’ a Joaquín Navarro. Un susto con un cargador lleno, que acabaría vaciando y uno de repuesto, por si acaso.

Carlos García Juliá formaba parte también de los grupúsculos ultra vinculados a los Guerrilleros de Cristo Rey de Mariano Sánchez Covisa, un ex combatiente de la División Azul que luchó con el Tercer Reich y fanático ultra que en la época aglutinaba a casi todos los cachorros fascistas. García Juliá, que pasaba por formar parte del denominado ‘Comando VI de Adolfo Hitler’ de los Guerrilleros de Cristo Rey, al igual que Cerrá, fue el que incluyó en el comando a Fernando Lerdo de Tejada, al que conocía de sus tiempos en Fuerza Nueva, donde ambos habían militado, tal y como explican Jorge e Isabel Martínez Reverte en ‘La matanza de Atocha, 24 de enero de 1977’ (La Esfera de los Libros). De hecho, una foto le situaba junto Blas Piñar durante una manifestación en la que García Juliá aparecía vestido con la parafernalia fascista.

“Es una manifestación que hubo aquí en Madrid un 1 de Mayo cuando mataron a un Policía armado, fuimos nosotros y uno de los que estaba a mi lado era precisamente García Juliá. La prensa empezó a publicar la foto que me situaba al lado de él, yo no podía evitar que estuviera. Entre la gente que reclutaron, estos se escaparon al control, también buscaban por lo visto un dinero que tenía que haber allí pero no estaba. La prueba de que no eran unos terroristas, es que a los pocos días les cogieron, dejaron a gente viva...Según me dijo el director de la DGS, ‘el propósito de Rosón y el Gobierno era echarle la culpa a usted y a FN’”.

Juan José Rosón, gobernador civil de Madrid, no hacía sino poner de manifiesto los vínculos, que eran innegables, pero si algo quedaba patente entre la maraña de grupúsculos y afiliaciones era la descoordinación de una verdadera organización que aglutinara la dirección efectiva y planificada: Guerrilleros de Cristo Rey, Falange Española -en la que militaban García Juliá y Fernandez Cerrá cuando cometieron el atentado-, el sindicato vertical franquista, Fuerza Nueva… Lo que estaba claro era “la fragmentación que experimentaban las organizaciones que se presentaban como herederas del régimen; y la complicidad de ciertos sectores de la policía y de órganos represivos franquistas, lo que explicaría la relativa impunidad de la que disfrutaban”, según la tesis de Aranzazu Sarría Buil.

La reconstrucción del crimen

La historia del susto a Joaquín Navarro, inmersa en la cloaca de las prebendas e intereses económicos del sindicato vertical del transporte, sería la que acabaría prevaleciendo entre la investigación policial y el juicio, debido básicamente a la propia declaración de los acusados, que mantuvieron esa versión y debido a la falta de otras pruebas. Según su declaración los acusados reconstruyeron el crimen de la siguiente forma:

A las 10:45 subieron por las escaleras del edificio hasta la azotea esperando a que se desalojara el despacho para ir a buscar a Joaquín Navarro. Unos minutos después bajaron al tercer piso y llamaron al timbre. “Las manitas arriba” dijo Cerrá cuando encontró al llegar al amplio vestíbulo a los abogados reunidos. Lerdo de Tejada se quedó en la puerta vigilando. Su pistola, una Star de 9mm de su padre, ex comandante del ejército, ya fallecido, estaba descargada. Tocaron al timbre y preguntaron por Navarro. El otro pistolero, Garciá Juliá, entró con Fernández Cerrá y tras registrar el piso y preguntar de nuevo por Navarro, arrancaron los teléfonos “para que nadie avisara”.

Murieron los abogados Javier Sauquillo, Javier Benavides, Enrique Valdevira, Serafín Holgado y Ángel Rodríguez

En ese momento, a García Juliá se le escapó un tiro “accidental” tras golpearse el codo con una puerta. Los abogados estaban ya todos contra la pared y Cerrá abrió fuego con su pistola, seguido por Juliá, hasta vaciar sus cargadores. Las víctimas se desplomaron unos sobre otros tras el terrible tiroteo a quemarropa. La sangre empapó la pared y el suelo. Los asesinos pegaron algún tiro más a los cuerpos derrumbados y salieron del despacho. Murieron los abogados Javier Sauquillo, Javier Benavides, Enrique Valdevira, Serafín Holgado y el sindicalista Ángel Rodríguez Leal. Sobrevivieron Alejandro Ruiz Huerta, María Dolores González, Luis Ramos y Miquel Sarabia con heridas que le dejaron secuelas toda la vida.

El director Juan Antonio Bardem retrató la trágica semana en su película ‘Siete días de enero’ (1979). La concatenación de atentados se cerraba con los que protagonizó el GRAPO de nuevo el día 28: asesinó a dos miembros de la Policía Armada y a uno de la Guardia Civil, los atentados que Juan Luis Cebrián calificaba de “incoherentes”. En el entierro de los policías saltaron de nuevo las increpaciones contra el gobierno por parte de los ultras. El vicepresidente del gobierno y general Manuel Gutiérrez Mellado, que estaba presente, se encaró con ellos cuando gritaban: “Gobierno dimisión”, “Viva el 18 de julio”, “Amigos de Carrillo fuera”. Según sus propias declaraciones eran unos 200 miembros de Fuerza Nueva que se congregaron a la salida de la capilla ardiente. “Tengo la certidumbre de que había una minoría tanto civil como militar que quería que la Transición fracasase”, explicaría poco después.

Instrucción accidentada

La instrucción del caso de Atocha fue un desastre. Lo más sangrante fue que el juez instructor de la Audiencia Nacional, Rafael González Chaparro, concedió un permiso a  Fernando Lerdo de Tejada tras un año en la cárcel a la espera de juicio para ver a su familia. Se fugó en ese mismo instante y aún sigue desaparecido. Si bien no hay pruebas de que de Blas Piñar supiera del atentado, parece que jugó un papel en la concesión del permiso, en calidad de amigo personal de la familia, pero no en la fuga. Cabe destacar también que entre la detención en 1977 y el juicio en 1980 se había aprobado la Ley de Amnistía, que era precisamente lo que demandaban los GRAPO con el secuestro de Oriol y Villaescusa. Ambos habían sido liberados por el súper comisario Roberto Conesa el 11 de febrero de 1977, antes de la detención de los autores del crimen de Atocha. Los secuestrados fueron tratados bien en todo momento, como declararían durante los juicios, lo que alimentó aún más, las sospechas de que elementos de la policía franquista tenía infiltrados a los GRAPO y actuaron en connivencia. En cualquier caso, tanto los terroristas de este grupo como los de ETA saldrían a la calle en virtud de la amnistía.

El país pareció imbuirse de que existía una escalada de violencia que podía desembocar en una Guerra Civil

Entre el secuestro de Antonio Oriol en diciembre, la aprobación del referéndum para la reforma política, y la ‘Semana Negra’ de enero, pareció imbuirse al país de que existía una escalada de violencia, de acción y reacción, que podía desembocar en una Guerra Civil. Quizás algunos pensaron en los sucesos de 1936: el asesinato del teniente José del Castillo por las fuerzas falangistas, la réplica de los izquierdistas con el secuestro y asesinato del diputado monárquico Joaquín Calvo Sotelo y el estallido del golpe del 18 de julio de 1936. Sólo que los asesinatos de entonces no desencadenaron la guerra: el golpe de los militares llevaba años gestándose y la población estaba totalmente dividida. Si algo demostró aquella trágica semana de enero es que ni los militares cayeron en la provocación, ni el partido comunista, aún ilegal, respondería con la violencia. El duelo y la multitudinaria manifestación en riguroso silencio conmocionó al país. El deleznable asesinato de los abogados de Atocha surtió, de hecho, el efecto contrario. El PCE sería legalizado en abril, un mes después de la detención de los asesinos y las primeras elecciones democráticas desde 1936 se celebraron en junio.

José Fernández Cerdá y Carlos García Juliá cumplieron 15 años de los 30 que exigían sus condenas según el Código Penal. Admitieron los hechos y nunca se arrepintieron. Tres años después de la matanza de Atocha otro asesinato, el de la estudiante Yolanda González, militante en movimientos comunistas, tuvo de nuevo como protagonistas a miembros de Fuerza Nueva, en esta ocasión con carnet: el que fuera jefe de seguridad, David Martínez Loza, y Emilio Hellín Moro. El material que fue incautado era militar y las conexiones con los grupos paramilitares de la cloacas del estado se hicieron más evidentes que en el caso de Atocha. Blas Piñar mantenía su tesis: Emilio Hellín Moro era un infiltrado.

“El caso de Yolanda por los informes que yo tengo, algunos absolutamente verídicos por quien provienen y los cargos que desempeñaban, fue una maniobra del señor Hellín [sentenciado por el asesinato de Yolanda González] que después se descubrió que tenía un piso alquilado y guardaba una cantidad enorme de armamento y explosivos que procedían de fuentes oficiales, concretamente en algunos casos del propio ejército. Tenía carnet de FN; yo lo dije públicamente e incluso firmado por mi mismo (…) El hombre infiltrado era Hellín, que era el hombre más destacado, si había otros no lo sé, el que se descubrió completamente fue él porque luego fue puesto en libertad -después de un intento de fuga Moro consiguió un permiso en 1989-. Más tarde se marchó a Paraguay [se fugó al igual que Lerdo de Tejada aprovechando un permiso]"

Emilio Hellín, tal y como investigó el periodista Mariano Soler, acabó en 2008 trabajando como asesor de criminalística para la Guardia Civil y la Policía. García Juliá, el pistolero de Atocha, tras otro permiso se fugó en 1991. Fue localizado en Bolivia por la revista Inerviú en 1999, donde cumplía condena por narcotráfico. La petición de extradición por parte de España se demoró hasta el 2001, para entonces se había fugado también del presidio en Bolivia. Fernandez Cerrá salió de prisión en libertad condicional en 1992 tras cumplir quince años de su condena y residió en Alicante. Francisco Albadalejo, inductor del crimen fue condenado a 12 años de prisión y murió en la cárcel en 1985. Leocadio Jiménez Caravaca, también condenado a doce años, se benefició, irónicamente, de la amnistía que reclamaban insistentemente aquellos a los que combatió, como Arturo Ruiz muerto a tiros. Las tramas del terrorismo ultra y la participación o consentimiento de elementos extremistas de las fuerzas de seguridad siguieron entre las brumas.