Los resultados electorales enfrentan un personaje político vacuo, contradictorio y populista con la dura realidad del ejercicio del poder. El presidente Trump -el giro aún se antoja oxímoron- debe pasar del exabrupto político a la gestión pública. Quizás más importante, también se apresta a descubrir que aunque el resentimiento – el odio en algunos casos – y la frustración son potentísimas armas electorales que pueden bastar para alcanzar la Casa Blanca no bastan en cambio ni para sostener una coalición electoral duradera, ni como cimientos para un programa político de futuro. Como todos los populistas, Trump ha enfatizado la existencia de profundos problemas reales pero ha sido y es completamente incapaz de ofrecer un mensaje de que alumbre soluciones nuevas y viables.

A medida que los analistas evalúan las consecuencias de los improbables – imposibles, opinábamos muchos justo antes de acostarnos anoche– resultados, se hará cada vez más evidente que el punto de referencia más cercano para explicar lo sucedido y predecir el impacto de esta noche electoral es Ronald Reagan. La similitud entre el Make America Great Again de Trump y el It’s Morning Again in America de Reagan ya es indicativa.

La base del Trumpismo es la alianza entre el populismo de Bernie Sanders y Michael Moore y el del Tea Party de Sarah Palin

Trump, como Reagan, inició su vida política como demócrata y procede de un estado (Nueva York, en lugar de California) tradicionalmente demócrata y progresista. Como The Gipper, Trump ha construido su victoria apoyándose en una coalición electoral que rompe las barreras de afiliación política tradicional. La base del Trumpismo es la alianza entre el populismo de Bernie Sanders expresado por Michael Moore en Bowling for Columbine y el populismo del Tea Party representado por Sarah Palin, Rush Limbaugh y el histrionismo de Fox News. Que tanto la Fox como Michael Moore se hayan opuesto a Trump habla volúmenes de la grieta abisal abierta entre el establishment intelectual al que ambos pertenecen y el electorado. Por esa fisura se ha colado Donald Trump para llegar a la Casa Blanca.

Trump ha apelado a los hasta no hace tanto llamados Demócratas de Reagan –o Blue Dog Democrats en el Congreso- entre el electorado trabajador blanco, predominantemente masculino y con un nivel educativo medio bajo asociado geográficamente con el Cinturón del Óxido que pasa por el Nordeste, la zona de los Grandes Lagos y el Medio Oeste de Estados Unidos. A estos ha añadido la clase media blanca y educada del Cinturón del Sol que se extiende desde el Sudeste al Medio-Oeste de Estados Unidos, tradicionalmente republicano desde los años sesenta, que es donde está la crucial Florida y buena parte de la base del Tea Party.
Y aquí se acaban las similitudes.

Reagan destruyó el sistema político-electoral construido por Franklin Roosevelt utilizando la vibrante fuerza ideológica de un movimiento conservador que primero asaltó el Partido Republicano en las elecciones de 1964. Hasta los años ochenta pasaron quince años para que un modelo ideológico sincrético formado por el conservadurismo moral y el neoliberalismo económico se acoplara a una coalición electoral para realinear la política de los Estados Unidos sobre la base de un modelo nuevo, extraordinariamente optimista y que contenía claras propuestas de avance.

Ha aprovechado la doble crisis económica y moral desencadenada por el agotamiento del modelo de Reagan y las tensiones en lo ético de Obama

Trump ha aprovechado la doble crisis económica y moral desencadenada por el agotamiento relativo del modelo económico inaugurado por Reagan y las tensiones en lo moral y ético que parecían haber culminado con la presidencia post-racial y post-moderna de Obama pero que jamás se han resuelto del todo.

Pero el Trumpismo, a diferencia del Reaganismo, es solo eslogan. Trump se presta a descubrir que no puede construir el muro en la frontera con México porque ya existe; que no puede desmantelar el Tratado de Libre Comercio de América del Norte (NAFTA en inglés) porque el Congreso no lo desea y es contrario a los intereses más elementales de la economía estadounidense; y que no puede prohibir la entrada de musulmanes en el país porque ni el Tribunal Supremo ni el propio Congreso se lo pueden a permitir.

Reagan surgió de un movimiento coherente y lentamente gestado que le llevó a la Casa Blanca en el tercer intento (perdió las primarias de 1968 y 1976) una vez que el aparato del Partido Republicano y las bases más ideologizadas del mismo se habían unido alrededor de su figura y de un programa electoral claro en el contenido, coherente con sus asunciones ideológicas básicas y consistente con una dirección de cambio firmemente establecida. Trump ha aprovechado diferentes formas de resentimiento popular -inconsistentes las unas con las otras- y se apoya en un Partido Republicano dividido y al que él es ajeno.

Es más que evidente que Trump no tiene la menor idea de cómo traducir el resentimiento en propuestas positivas de avance

Es más que evidente que Donald Trump no tiene la menor idea de cómo traducir el resentimiento en propuestas positivas de avance. Sus instintos -es imposible elevar el exabrupto improvisado a la categoría de idea- son consistentes con sus orígenes en el ala más rancia del Partido Demócrata, no por nada apoyó a Hillary Clinton hasta bien entrada la administración Obama.

Reuniendo las propuestas menos contradictorias de su campaña, Trump ha prometido, implícita o explícitamente, reactivar la política arancelaria del gobierno federal e incrementar la política de subsidios públicos a la industria nacional. En otras palabras, pretende re-imponer el estilo de gestión económica propio de los años setenta. Excepto que la economía norteamericana es hoy tan dependiente de las importaciones del Sudeste Asiático y América Latina como los propios mexicanos y coreanos. A fin de cuentas, las pérfidas maquilladoras que, según el Trumpismo, se dedican a robar buenos puestos de trabajo estadounidenses trabajan para multinacionales norteamericanas.

Al igual que en lo económico, la inconsistencia de Trump en asuntos clave como la política exterior y las guerras culturales que han dividido a la nación le convierte en contradictorio, confuso e incapaz de sostener una posición de liderazgo duradera. Trump promete restaurar el prestigio internacional de los Estados Unidos frente a, por ejemplo, Irán, pero al parecer hacerlo perpetrando una retirada más o menos abrupta de las fuerzas norteamericanas en ultramar y, por tanto, dejando el Medio Oriente en manos de Irán y su aliada la Rusia de Putin.

Sus instintos están más próximos a la Samantha de Sexo en Nueva York que a los habitantes de La Casa de la Pradera

Trump se apoya en un electorado tendente a las posiciones de la derecha religiosa hostil al matrimonio homosexual y al aborto regularizado y apegada a roles sexuales tradicionales, pero ha estado firmemente en contra de los movimientos pro vida y ha evitado pronunciarse sobre la cuestión del matrimonio gay hasta última hora. Newt Gingrich demostró que una vida familiar peculiar y colorida no es óbice para acaudillar a la Derecha Moral. Pero Trump, además de libertino, es neoyorkino. Sus, insistimos instintos, están más próximos a la Samantha de Sexo en Nueva York que a los habitantes de La Casa de la Pradera idolatrados por el Republicanismo.

La de Trump no es siquiera una victoria puramente negativa. La de Trump, en realidad, es la derrota de Hillary Clinton: un modelo ha sido rechazado (por la mínima en el recuento de votos) sin que se adivine una alternativa viable. El mapa electoral surgido de estas elecciones es una caricatura de la vida política norteamericana: el cosmopolitismo de la Costa Oeste desde el Seattle del Grungey Nirvana hasta la California de Hollywood junto a la Costa Este de Nueva York, Georgetown, Harvard y Yale en azul demócrata. El resto, la América profunda de la música country, las carreras de Nascar y la devastación post-industrial de Detroit, en rojo trumpista.

Pero la imagen, como todas las caricaturas, es una ficción exagerada. Los norteamericanos han sucumbido a la pulsión anti-elitista y anti-intelectual que persiste en la cultura política de la nación desde sus orígenes revolucionarios. Pero Estados Unidos continúa siendo una nación enormemente diversa y para que la victoria en votos de la pasada noche se metamorfosee en un movimiento social genuino o incluso en una coalición de movimiento medianamente coherente precisa de liderazgo político más allá de lo puramente electoral.

A diferencia de otros grandes líderes populares y populistas como Franklin Delano Roosevelt, que transformó Estados Unidos en los años treinta destilando fuerzas políticas e ideológicas surgidas a principios del siglo y Ronald Reagan, el oportunismo de Donald Trump no puede dirigir ese anti- en una dirección positiva. Secuestrando fuerzas que no puede liderar, Trump ha congelado el populismo en Estados Unidos en una posición reactiva y sin propósito. Finalizado el espectáculo y el efectismo de la política postmoderna, el triunfo del showman consumado alumbra la llegada del presidente Trump, pero también supone la apoteosis y muerte del Trumpismo.


David Sarías es profesor de pensamiento político en el CEU