El bueno de Charles Augustus Lindbergh sólo quería volar. Sus pies estaban pegados al suelo, caprichos de la gravedad, no así su mente ni sus ojos, casi fijos en las nubes. Nacido en la Detroit de comienzos del siglo XX, tan plomiza y gris como lo es ahora la quebrada urbe, a las 20 años no pudo aguantar más y abandonó sus estudios de ingeniería mecánica para dedicarse a su pasión.

En abril de 1922, todavía imberbe, se unió a la Nebraska Aircraft Corporation y cumplió su sueño: surcó los cielos como pasajero en un biplano. La experiencia le gustó, pero no le acabó de llenar. Hacer las veces de copiloto no era lo suyo, quería tomar el mando.

La salida lógica era el ejército. En 1924, pasada ya la Primera Guerra Mundial, venció la férrea oposición de su padre, de origen sueco y pacifista convencido, y comenzó a prepararse con las Fuerzas Armadas estadounidenses. Se licenció y cuando acabó su promoción en los albores del conflicto bélico que venía se pasó a la vida civil.

Su padre, del mismo nombre, se debió quedar más tranquilo cuando su vástago eligió un trabajo en la línea del correo de Saint Louis, en el estado de Missouri, en el medio este norteamericano. Poco riesgo.

Aquello tampoco le llenaba. Era una vida plácida y es bien cierto que sus viajes por aire eran frecuentes, pero poco emocionantes. No había desafío en ir y venir con cartas y paquetes. Días llenos de rutina.

Un verdadero reto

En el año 1919 Raymond Orteig lanzó un desafío al mundo. El filántropo francés nacionalizado estadounidense, que había hecho su fortuna en el sector hotelero, ofreció por entonces 25.000 dólares al primero que consiguiera unir Nueva York y París en un vuelo sin escalas. Mayor reto que ese, difícil. El montante era equivalente a más de 300.000 euros actuales.

Lindbergh se enteró del reto y comenzó a prepararlo todo. Eligió su avión: un monoplano Ryan NYP, que era básicamente un Ryan M-2 modificado, que quedó bautizado como Spirit of St. Louis.

Lindbergh, junto al Spirit of St Louis.

Charles Augustus Lindbergh, en una fotografía junto a su monoplano.

El vehículo no tenía especial misterio. Fue fabricado en San Diego por la Royal Airline Company, siguiendo los diseños que había marcado Donald Hall. El motor tenía una potencia de 223 caballos y el depósito de combustible, lo más pesado de todo el aparato, podía contener hasta 1.705 litros. Con eso debía valer.

El monoplano sólo tenía un motor, contrariamente a la costumbre de la época de colocar al menos dos, por hacer caso a la matemática. Es mucho más fácil que haya problemas en la propulsión si hay dos motores. Además, así rebajaban el peso, una de las principales preocupaciones. De hecho, se retiro el asiento habitual y se colocó, en virtud de la aerodinámica, una silla de mimbre.

Con tanta tecnología a su disposición, ¿qué podía salir mal? Charles Lindbergh despegó del aeródromo Roosevelt, cerca de Nueva York, un 20 de mayo de 1927, van a hacer ahora 90 años, y tomó tierra 33 horas y 32 minutos después en el aeropuerto de Le Bourget, al norte del núcleo urbano de París.

Duro aterrizaje

Su hazaña cambió el mundo y abrió el mundo tras un viaje de más de un día. Por supuesto, Lindbergh fue agasajado por toda organización civil y estatal. Se llevó la Medalla de Oro del Congreso de EEUU, fue nombrado Caballero de la Legión de Honor francesa y le pusieron en la pechera la Air Force Cross del ejército estadounidense.

Lindbergh vivió una vida inmaculada y rematada por una hazaña que, sin embargo, se torció de mala manera un 1 de marzo del año 1932. La casa familiar en Nueva Jersey sufrió un vuelco cuando su hijo, Charles Augustus Lindbergh Jr, fue secuestrado con apenas 20 meses de vida. La prensa se volcó con el caso y, tras dos meses de búsqueda, el 12 de mayo de ese mismo año, se supo el triste final: la Policía encontró el cuerpo del bebé en avanzado estado de descomposición apenas a unos kilómetros de la casa de los Lindbergh. Les ahorraré el motivo del fallecimiento.

Portadas de periódicos con la detención del asesino.

Portada de un diario con el secuestro y la detención de Lindbergh Jr.

La muerte del casi recién nacido destrozó a Lindbergh. El caso no se resolvió hasta dos años después, cuando las autoridades detuvieron a Bruno Richard Hauptmann. Pese a que proclamó con insistencia que era inocente, la Justicia estadounidense decretó la pena capital y Hauptmann fue ejecutado en la silla eléctrica el 3 de abril de 1936.

El caso fue muy notorio a nivel mediático en Estados Unidos. Incluso motivó la aprobación de la conocida como Ley Lindbergh, que convertía en delito federal el transporte de una víctima de un estado a otro en casos de secuestro.

Vida convulsa

Poco quedaba entonces del héroe que había recorrido más de 6.000 kilómetros con el Atlántico a sus pies. La familia se trasladó a Europa en 1935 y regresó a Estados Unidos en el año 1939, cuando el ambiente bélico estaba a punto de dinamitar el mundo.

Lindbergh se declaró partidario de las políticas de Adolf Hitler, al que ya se le habían visto todas las trazas de genocida, y comenzó a participar en charlas y conferencias a lo largo y ancho del territorio estadounidense defendiendo el aislacionismo y la no entrada en un conflicto armado que a EEUU le pillaba con un océano atravesado.

Los mismos que le convirtieron en un mito andante le daban ahora la espalda, si bien es cierto que motivos no les faltaban para recelar de un Lindbergh ciertamente marcado por la muerte de su hijo. En plena Segunda Guerra Mundial hizo un par de intentos por blanquear su imagen y recuperar el aura perdida, algo ya imposible, asesorando a las Fuerzas Aéreas y a algunas aerolíneas privadas. El foco ya se había alejado para siempre, centrado en el esfuerzo bélico.

En el año 1954 se llevó el premio Pulitzer por El Espíritu de Sant Louis, una obra en la que relató con detalle todo su viaje entre Nueva York y París, y en 1957 se estrenó la película El héroe solitario, en la que James Stewart interpretó a Lindbergh.

Charles Augustus Lindbergh murió el 26 de agosto de 1974 a causa de un linfoma, cuando estaba retirado en Maui, una de las mayores ciudades de Hawai. 72 años de una vida trágica que quedó resumida en 33 horas que, hace ahora 90 años, abrieron el mundo.