Quedaban todavía en las calles ecos de mayo de 68, secuelas imborrables de un movimiento que convirtió a París en el centro de una joven revolución que quería llevar la imaginación al poder.

La Italia de 1969 buscó una conexión obrera con aquella revuelta, mayoritariamente estudiantil, que vivió su climax en la Francia del general De Gaulle. En Italia, claro, gobernaba la Democracia Cristiana (DC), cuyo líder, Mariano Rumor, presidía el Consejo de Ministros desde las elecciones generales celebradas un año antes, justo cuando en el Barrio Latino Jean Paul Sartre agitaba a las masas. A pesar del triunfo de la DC, el Partido Comunista de Italia (PCI, el pichi) consiguió el apoyo de casi el 27% de los italianos, y se consolidó como la organización mayoritaria en las provincias del norte.

Era un momento histórico para los movimientos de izquierda y de extrema izquierda, una vez que los sufrimientos de la Segunda Guerra Mundial habían quedado atrás, impulsados por una nueva generación que reclamaba su protagonismo político en una Europa que vivía años de crecimiento económico. Estados Unidos estaba perdiendo claramente la guerra del Vietnam y los hippies se habían hecho dueños de las calles de San Francisco.

Ese era el contexto en el que nació la expresión "otoño caliente". Entre los meses de octubre y diciembre de 1969 el norte de Italia (fundamentalmente las ciudades de Milán y Turín) fue escenario de huelgas y manifestaciones como nunca se habían visto antes, tanto por el número de sus participantes como por la violencia que generaron. Los sindicatos tradicionales se vieron desbordados por los llamados Comités Unitarios de Base (CUB), en torno a los cuales se organizaron los trabajadores de las grandes fábricas: Fiat, Pirelli, etc.

No sólo tembló la Democracia Cristiana, sino el propio PCI, que vio de cerca el peligro de verse desbordado por los movimientos de extrema izquierda, maoístas y trostkistas, que en esos años crecían y se desarrollaban con una fuerza extraordinaria. Ese miedo a las masas incontroladas fue el germen del llamado Compromiso Histórico, que nueve años más tarde llevaría al líder del PCI, Enrico Berlinguer a pactar con el entonces líder de la Democracia Cristina Aldo Moro (asesinado por las Brigadas Rojas en 1978).

Aquellos años de plomo fueron brillantemente retratados por Marco Tulio Giordana en la película Nuestra mejor juventud, recomendable ahora y en cualquier ocasión.

Esta pequeña introducción no sirve sino para que pongamos en perspectiva la expresión otoño caliente, que es lo que muchos temen y otros añoran para la España de finales de 2020.

Será en los últimos meses del año cuando la caída del PIB y el paro generarán una tensión social sin precedentes

La historia nunca se repite dos veces de la misma forma (eso también lo dijo Marx en El 18 brumario), pero si ha habido un momento en el que la convivencia en España corre serios riesgos de ruptura, por primera vez tras la muerte de Franco, ese momento se producirá en los últimos meses de este año. Un año que quedará marcado para siempre en nuestra memoria como el año del coronavirus, cuyo balance superará las 40.000 víctimas.

Los datos que maneja el Banco de España elevan la caída del PIB para este año al 12% (un desplome que implica una caída de la riqueza de 130.000 millones de euros), con un déficit público en torno al 15%, similar al que acaba de estimar la AIReF esta misma semana (14%). El paro a final de año superará el 20% de la población activa.

El cierre de Nissan, o el ERE de Alcoa, son la antesala de lo que puede llegar a ser, en otoño, un recorte brutal en el empleo, castigando a muchas pequeñas y algunas grandes empresas en las que los sindicatos tienen amplia implantación.

Sectores enteros, intensivos en mano de obra, como el automóvil, la construcción, o el turismo sufrirán el azote de una caída del consumo que se dejará ver ya en el segundo trimestre de este año, en el que la caída del PIB puede alcanzar su pico: el 20%.

Será en otoño cuando el paraguas de los ERTE deje al descubierto que muchas empresas no podrán soportar la caída del consumo. Será en otoño cuando el Gobierno estará obligado a presentar un presupuesto que, necesariamente, tendrá que poner algún freno al desbocado gasto público para 2021. Este año hay que darlo ya por perdido.

En el Gobierno se confía en que el Plan de Reconstrucción europeo sirva de amortiguador a un batacazo económico que no tiene precedentes en España en los últimos 80 años.

Pero la oposición de los calificados como halcones (a la tradicional alergia a las subvenciones de países como Holanda, Austria o Suecia, se han sumado ahora Finlandia, Estonia o Hungría) retrasará su aprobación, prevista en junio, al menos, al mes de julio. Ya veremos en cuanto queda la parte de subvenciones y créditos con la que pondrá contar España. Pero, incluso suponiendo que se alcancen los 140.000 millones que le corresponderían según la propuesta hecha por la Comisión Europea, hay que tener en cuenta dos cosas: que ese paquete de ayudas se recibirá, no de una vez, sino en cuatro años; y, además, que, teniendo en cuenta la tradicional parsimonia burocrática de los mecanismos comunitarios, las primeras remesas de fondos no llegarán a España hasta finales de diciembre o primeros de enero de 2021.

A diferencia de otros momentos de crisis, ahora en el Gobierno hay un partido partidario de la agitación callejera

Es decir, que, en otoño, nos enfrentaremos a un colapso económico descomunal sin todavía el flotador europeo del Plan de Reconstrucción que podría servir, al menos, para aliviar en parte el bofetón de la Gran Recesión.

Si todo ello tuviera lugar en un clima de concordia y consenso (como se afrontó en España la crisis de mediados de los 70), la tensión social, inevitable, se produciría dentro de unos límites razonables; sería asumible. No es la primera vez que en este país se enfrenta a granes movilizaciones y huelgas generales.

Sin embargo, hay dos elementos novedosos, que complican sobre manera la gestión de este próximo y amenazante otoño caliente.

Por un lado, el irrespirable clima político. Ya no es posible ver una Sesión de Control o una reunión de la llamada Comisión de Reconstrucción, sin una bronca con insultos, acusaciones de golpismo o de vulneración de la Constitución. Estamos a cinco minutos de que sus señorías lleguen a las manos. Ni en la época más dura del final del felipismo se llegó a esos extremos. El "Váyase señor González" de Aznar suena casi respetuoso al lado de los mandobles que se atizan ahora diputados y senadores.

En segundo lugar, pero no menos importante, está el factor Podemos. Nunca antes, en los casi 45 años de democracia que hemos disfrutado en España, ha habido un partido en el Gobierno que haya hecho de la agitación su modus operandi.

Lejos de ser un heredero digno de aquel Partido Comunista Italiano del Compromiso histórico, o del Partido Comunista de España de Santiago Carrillo, que responsablemente firmó los Pactos de la Moncloa, Podemos y su líder, Pablo Iglesias, reniegan de ese papel estabilizador que jugaron algunos partidos comunistas en la Europa que ya estaba atisbando la caída del Telón de Acero.

Podemos (o Unidas Podemos, como ustedes quieran) se nutre de la confrontación, al igual que Vox. Pero, a diferencia del partido populista de derechas, los morados lo hacen desde el poder, convirtiendo los resortes del Estado en un arma para llevar adelante sus planes, por cierto, incompatibles con la Europa a la que pertenecemos.

Por ello, este otoño caliente puede ser diferente a todos los demás. Nunca antes un vicepresidente del Gobierno había llamado a los trabajadores a la furia contra los empresarios.

Si a ello añadimos que este Gobierno se apoya en partidos como ERC, cuyos líderes han sido condenados nada menos que por sedición, y por Bildu, un partido que todavía no ha condenado a ETA, tendremos el mapa completo para que temamos un recrudecimiento de la crispación social, con la repetición de enfrentamientos como los que vimos en Barcelona tras la sentencia del procés, pero esta vez generalizados.

Será en este otoño caliente cuando el presidente Sánchez tendrá que optar definitivamente, entre la cordura y el desastre.