La decisión de don Juan Carlos de marcharse de España, según sus propias palabras para "facilitar el ejercicio" de las funciones del Rey Felipe VI, su hijo, "desde la tranquilidad y el sosiego que requiere" esa responsabilidad, es un grave error.

El rey emérito tendría que haber permanecido en España hasta que sus posibles responsabilidades penales se sustanciasen. Hasta el momento, no está imputado, pero hay una investigación abierta que podría obligarle a comparecer ante el Tribunal Supremo.

Marcharse o no de la Zarzuela (su lugar de residencia) es una cosa. Otra muy distinta es marcharse al extranjero, algo que recuerda peligrosamente a lo que tuvo que hacer su abuelo Alfonso XIII.

Si alguien piensa que su marcha va a restar presión a la institución monárquica por las informaciones que puedan ir saliendo en las próximas semanas, especialmente ante lo que pueda declarar el 8 de septiembre Corinna Larsen ante la Audiencia Nacional, se equivoca. Los partidos republicanos e independentistas no van a cejar en su empeño por dañar a la Corona.

El Nacional.cat, periódico que representa la posición del ex presidente de la Generalitat, Carles Puigdemont (este sí huido de la Justicia española), titula a toda página: "Juan Carlos I se exilia de España". Esa es justo la imagen que habría que haber evitado.

Desde Moncloa se ha mantenido una posición equívoca sobre este asunto. Se ha defendido a la Monarquía -claramente en la entrevista de Pedro Sánchez en Telecinco- pero, al mismo tiempo, se ha alimentando la idea de que la Casa Real tenía que mover ficha para crear un cordón sanitario protector de Felipe VI respecto a las actividades de su padre, especialmente por haber ocultado cuentas en el extranjero.

La única forma de salir con la cabeza alta de España habría sido tras ser exonerado por la Justicia de posibles responsabilidades penales

Moncloa ha empujado para que se produzca este movimiento sin valorar en su justa medida la fuerza que tiene la imagen de un rey abandonando su país sencillamente para que sus asuntos privados no entorpezcan la labor de su heredero. Patético.

Pensar que el hecho de que esa decisión se haya tomado a principios de agosto, cuando muchos españoles están ya de vacaciones, va a contribuir a anestesiar a la opinión pública es algo que no se sostiene. El peso de la imagen de don Juan Carlos refugiado en un país extranjero, cuando aún no hay una decisión judicial sobre él, pesará como una losa sobre la labor de Felipe VI. Y enardecerá a todos aquellos que quieren un cambio de régimen por la puerta falsa.

Si, finalmente, el rey emérito resulta imputado, el Tribunal Supremo tendrá que llamarle a declarar esté donde esté. Y, si no se presenta, deberá ponerle en busca y captura. Por eso, la posición más digna hubiera sido aguantar a que esa decisión se produjera. El rey emérito sólo podía marcharse de España con la cabeza alta si la Justicia archivaba su todavía inexistente caso.

Que el Rey don Felipe le agradezca su decisión también es una equivocación. Tal vez no tenía otro remedio. Pero avala la idea de que su padre le estorbaba.

En fin, hoy es un día triste para los que creemos que la Monarquía es un modelo de estado que ha dado a España los mejores años de su reciente historia. Ver a don Juan Carlos, artífice de la Transición, saliendo del país por la vergüenza que le provocan sus actividades privadas es la peor forma de cerrar un ciclo brillante auspiciado por la concordia.

Los ingenieros de esta solución han prestado un flaco servicio a la Corona y a España.