Fuera del bono de alquiler del Gobierno hubiera quedado hasta el zulo en el que recalé en Madrid al llegar, con las tuberías por fuera de las paredes y las toallas colgadas de manómetros o llaves, como en un submarino, y con la lavadora compitiendo contigo por el váter. Sí, la lavadora desaguaba en el váter unas coladas que eran mis digestiones, o al revés, a través de una goma con tacto y color de esfínter que tenía que meter y asegurar uno mismo bajo la tapa, cada vez. Lo que parecía es que uno le sacaba la picha de viejo a la lavadora, para que meara un agua negra y espumosa de gangrena y tabernón. 650 euros al mes costaba aquel lujazo, fuera del máximo de 600 que te permite el Gobierno para darte la ayuda de 250. Bueno, salvo que la zona esté “tensionada” y a la autonomía le dé por elevar el límite del lujo a los 900 euros. A lo mejor la tensión se define justo así, en no poder mear mientras pones la lavadora. Y el lujo, en hacer tus cosas sin sincronizar las tripas con el centrifugado.

Yo no sé si aquel cuchitril estaba suficientemente tensionado para el Gobierno, pero la cocina había que montarla para cocinar, igual que la mesa para comer, como en un campamento. Y si bien la lavadora estaba al lado del váter, la mesita de tres tablas para el ordenador sólo cabía al lado del frigorífico, cosa que a veces era muy cómoda. O sea, que lo mismo con la inspiración buscada de la cocacola te venía otra inspiración inesperada y cruda de la bandeja de albondiguillas, o tu artículo se llenaba de arborescencias salvajes y petrarquistas de apios, o de un frescor ultravioleta de zumbidos y boquerones, y eso que se encontraba uno. A ver si todo esto lo va a hacer el Gobierno para que nazcan las artes así, igual que el moho, que es la pelusa de poeta que cae en sus bodegones.

El Gobierno, sabio y protector, nos deja el horizonte del bienestar siempre a una distancia considerable pero justa de la miseria de su ayuda

Intenta uno imaginar qué alquileres podría subvencionar el Gobierno, al menos en Madrid, pero diría que sólo me quedan mataderos con tapia podrida de cementerio, ojos de viaducto como ojos legañosos y ojivales de fraile viejo, basureros apocalípticos y escaleras de incendio con techumbre de paraguas. Claro que a lo mejor Madrid está fuera de toda ayuda y de toda esperanza, no es una zona tensionada sino simplemente descarriada o perdida por ese fascismo de Doña Manolita de Ayuso. Pero también ocurre en otras ciudades, que a ver qué encuentra uno por 600 euros sin que la bañera esté colgando por fuera del muro, sostenida por la magia oriental de la cañería, como en esas casas a medio derruir con la fachada caída igual que la toalla de ducha de la señorita de una de sus duchas.

El bono a lo mejor no sirve para nada, o sólo sirve donde el sueldo de pobreza ya va siendo sueldo de lujo, que entonces para qué. El bono de alquiler, como el ingreso mínimo vital, a lo mejor sólo está ahí para figurar, que uno enseguida quiere que todo sean paredes de verdad y dinero de verdad pero nuestro Gobierno es fundamentalmente alegórico, sabiamente alegórico, y las lecciones son más importantes que lo material. Yo me acabo de dar cuenta de que en aquel cuchitril, como todo era la misma habitación, lo veía todo a la vez. El cansancio y el hambre, el trabajo y la diarrea, el sexo y las canas, la tele y los macarrones, el sol de mercado de barrio y los sostenes de la vecina tendidos, como acordes de corcheas. Estaba viendo la totalidad de las cosas y del ser, sentado en mi única butaca como sentado en lo alto del Himalaya. 

Si el Gobierno nos subvencionara una casa o un sueldo de verdad, nos estaría privando de grandes lecciones de vida. Pero tampoco nos deja sin nada, a nuestra suerte o mérito, que eso es de derechas. El Gobierno, sabio y protector, nos deja el horizonte del bienestar siempre a una distancia considerable pero justa de la miseria de su ayuda, para que aprendamos pero agradezcamos. Yo aprendí en aquel zulo con la puerta como un termitero, con el armario donde no cabían ni los monstruos de armario, con la cama con un solo lado de la cama, porque el otro sólo era la pared con frío entrando y silbando imparablemente, como entre grietas de catedral, y unas vistas tristes a un patio interior que era un cementerio de fregaderos, cristales rotos más de hospital que de casa y hasta una Venus de Milo hecha de un bidé. Aprendí mucho a pesar de ser ya de lujo según los baremos del Gobierno, imaginen una casa en sus rangos de justa miseria.

Me doy cuenta de que este bono ya me ha inspirado, y eso que no me lo dieron, para que vean lo útil que puede ser. Mucho más útil, creo yo, que esa subvención que le dan a escritores de Orient Expres para que viajen por ahí, como si Estambul inspirara más que aquel grifo medio desatornillado mío, que se movía en el fregadero como el mástil del mismísimo Odiseo en esas tormentas griegas de barba rizada. Al escritor malo, en realidad, le va a inspirar todo lo mismo, o sea nada, claro. Yo creo que al escritor malo le compra la inspiración el Gobierno, porque el bueno aprende de todo, y por eso no lo subvenciona o sólo le subvenciona mataderos, fumaderos y nichos para él y el cubo de la fregona. A lo mejor es así con toda la sociedad.

Sigo acordándome de ese cuchitril, al que llamaba precisamente cuchitril con cariño, humanización y familiaridad de nombre de cachorro. Allí me salían artículos muy de ventanuco, sobre las macetas plantadas sólo de pesetas viejas de una vecina loca, o sobre los tendederos alegremente pobres, como brasileños, del Madrid de los tendederos. Y además me dio roña literaria, que uno no puede estar en Madrid sin una historia de roña literaria, como la pensión y el plátano frito de Umbral. Si me llega a subvencionar Sánchez un pisito mejor, o la inspiración, igual sólo me saldrían ya artículos con estilo de dependiente de camisería, como los de Iván Redondo. Lo mismo la juventud también se perdería si le subvencionaran apenas un poco más que ese lujo de tener la lavadora en el váter, como si tuvieran allí una gramola.