Si, se habla mucho del metaverso. Quizá demasiado. Por eso, lo mejor es pasar a la acción concreta y revisar lo ocurrido para conocer realmente lo que es y será esta palabra que sigue estando tan de moda.

Antes de continuar, sería bueno que el lector desconocedor de estas nuevas realidades me imagine sentado en mi salón, llevando puestas unas gafas VR encajadas sobre las de ver. Mis manos sostenían sendos mandos con los que poder interactuar con mi entorno en este espacio virtual. Para muchos podrá ser algo así como un simple videojuego tonto, pero la posibilidad de socializar a través de este tipo de entornos es ya una realidad. Paso a narrar lo sucedido, desde la experiencia personal.

Pocos días antes de celebrar mi cumpleaños (sí, soy de los pocos que lo sigue haciendo a pesar de haber sobrepasado la cincuentena) descubrí en una de mis incursiones noctámbulas al mundo de lo virtual, una “sala” online dentro de AltSpace VR en la que había personas reales que hablaban en español, y además eran de España. Eso no es común en esos lares. Embutido en mis Oculus, me decidí a saludar. Uno de ellos afirmó haber creado el espacio virtual en el que en ese momento estábamos. Al descubrir que yo era aquel DJ de la radio que le acompañó tantas mañanas mientras él iba camino al instituto, tuve inmediatamente un excelente guía hacia el lado más creativo del metaverso.

De entrada, me llevó de excursión a la versión virtual de un local que jamás pensé que visitaría, y nunca fue por falta de ganas. El Haçienda Club de Manchester fue el templo del “rave” durante los 80 y los 90. Fundado en 1982 por el grupo New Order y su discográfica, se convirtió en el centro de la escena del sonido “Madchester” en esas décadas. Un movimiento que tuvo su máximo exponente en este tema, Blue Monday, que prácticamente todos hemos bailado:

Ahora el local es un edificio de apartamentos de lujo, pero siempre quise acudir a alguna de esas interminables fiestas llenas de “fashion victims” ochenteras. De pronto, allí estaba, acompañado por este genio llamado Jake, de Upfront. Uno de sus hobbies es reconstruir en el metaverso réplicas exactas de los grandes templos musicales que eran las discotecas, ya cerradas, más emblemáticas del mundo. Como si se tratase de una extraña película, abrió el local, encendió las luces psicodélicas y hasta me puso música. Ese espacio recreaba infinitos detalles, y fue una experiencia sentir la sensación de mirar alrededor y poder poner dimensiones “reales” a las salas en las que se pudo ver bailar a Damon Albarn de Blur, o donde Ian Brown de The Stone Roses seguramente coincidiría con el resto de la banda antes de lanzar ejercicios tan creativos como este Fool’s Gold

Todo muy 80s. Pero mi éxtasis (nada que ver con sustancias) llegó al pasearme mi anfitrión por el lugar del Universo en el que, como buen DJ talludito, siempre quise “pinchar”. Nada menos que en el extinto Ku de Ibiza. Sí, el lugar que inspiró el famoso éxito “dance” de los 80 “People from Ibiza” de Sandy Marton, del que nada más se supo. Vicky Larraz le quiso dar un punto anglosajón al nombre del italiano en aquel legendario Tocata.

Mientras caminábamos por la rampa de entrada que jamás pude recorrer en la vida real, se me encendió “la bombilla de Vicky el vikingo”.

  • ¿Y podemos montar aquí una fiesta? En unos días es mi cumpleaños.
  • Por supuesto. La personalizamos.

Sin aburrir entrando en detalles técnicos, la logística no es del todo complicada. Lo primero y más necesario es crear el evento en el directorio del sistema. Para eso bastó con crear un cartel y tener claros los datos. Canva lo puso fácil. En unos minutos Jake tenía lo necesario para colgar en el calendario de la plataforma el evento y recibir el código para que accedieran los invitados. Debía ser compatible tanto para personas que tuvieran gafas de realidad virtual, como para quienes dispusieran solamente de un ordenador personal.

  • La mayor complejidad es darse de alta.
  • Se lo pondremos muy fácil.

Y así fue como, en apenas unos minutos, programé en mi web personal juanma.com una página dedicada al tema. En pocas líneas expliqué el proceso de hacerse una cuenta en AltSpace, crear un avatar, y acudir al evento.

Aquí es donde se perdieron más de la mitad de los invitados.

Uno de los síntomas claros de la falta de madurez de esta tecnología es lo engorroso que resulta darse de alta y poner en marcha el sistema. Algún día cambiará, pero ahora mismo resulta complicado para la mayoría de las personas de a pié.

Publiqué en Instagram, Whatsapp, LinkedIn y Facebook una entrada con el cartel, en el que se leía claramente “Cumpleaños de Juanma Ortega”, y daba los datos de acceso. La inmensa mayoría de las respuestas fueron del tipo “lo siento, no estaré en Madrid ese día”, ó “gracias por invitar, pero sabes que vivo en Vitoria”. Otro dato que puedo extraer como conclusión: la gente no lee los detalles. Ya no digo la letra pequeña, sino los detalles de una invitación.

Cuando explicaba que no se trataba de un evento físico sino de uno virtual, recibí todo tipo de felicitaciones, pero muy pocas se tradujeron en confirmaciones. Ojo, era de esperar.

Dar una dirección web en la que poder seguir instrucciones paso a paso fue el arma definitiva para conseguir que unos 30 invitados pudieran acompañarme. La inmensa mayoría, sin experiencia previa y sin gafas VR.

Por fin yo “pincharía” una sesión con lo mejor de los 80 en la cabina virtual del Ku. Y lo hice desde el salón de mi casa, donde instalé una, compuesta por controladora USB conectada a mi ordenador, con mesa de mezclas, micrófono y tarjeta de sonido profesionales. Como señal de vídeo envié una sucesión de fotografías propias que se irían proyectando en las diferentes pantallas gigantes que formaban parte del enorme decorado virtual.

En los altavoces de la sala sonaría la señal de audio que enviase a través del software OBS hasta los servidores a los que accedía mi socio. Hicimos múltiples pruebas durante varios días para conseguir que el volumen de la música fuese compatible con la posibilidad de conversar entre nosotros.

Por su parte, mi “arquitecto” quiso personalizar aún más la experiencia, colocando junto a la sala ibicenca una réplica de la enorme torre de Collserola, la antena de 288 metros de altura que preside la televisión y radiodifusión de Barcelona. Así sería todavía más “radiofónico” el evento. Y como la imaginación fue el límite, de vez en cuando un OVNI se acercaría a tratar de abducir a los invitados que bailaran cerca de la piscina que rodeaba el épico escenario.

Como en cualquier fiesta que se precie, la gente no fue puntual. Algunos minutos después de la hora pactada estaba yo solito, al pie de la escalera de acceso, mirando hacia la puerta. Poco después aparecieron los primeros avatares, a los que, claro, no reconocí hasta no entablar conversación con ellos. Además, hay que tener en cuenta que raro es aquel que se hace llamar por su nombre real en su versión “metaversiana”.

La comunicación es verbal, normal, pero con el añadido de poder hacer gestos con las manos. Poner caras todavía no forma parte del conjunto de señales que podemos enviar en una conversación en este entorno. Para tratar de contrarrestar eso, se nos despliega una serie de emoticonos con los que suplir la falta de expresión facial.

Pronto formamos los primeros corrillos, y empezaron para mí las sorpresas. Pude volver a conversar con personas con las que hacía tiempo que no hablaba, porque viven lejos, en el extranjero, o sencillamente nuestro día a día nos alejó.

Haberlo publicado en redes sociales me permitió también entablar conversaciones animadísimas con personas a las que no conocía, que estaban en lugares tan dispares como New York, o Donosti. Y ahí estábamos. Bailando casi apretados entre luces y humo virtual, en una recreación de una de las pistas históricas del mundo del “night clubbing”.

De vez en cuando abandonaba el círculo en el que estaba conversando para acudir rápidamente a la cabina a cambiar la canción o locutar para todos desde el micrófono instalado en mi casa. Desde él presenté canciones, saludé a los recién llegados, animé a bailar o incluso me permití gastar alguna broma del tipo “hay un Seat Ibiza mal aparcado en la puerta”, o “se ha perdido un niño, atiende por Chencho”. 

Hay quien puede pensar que esto es muy tonto, más propio de preadolescentes, pero he de decir que la experiencia fue real. Y por eso la comparto. De hecho, la mayoría de personas que encuentro habitualmente en entornos virtuales son mayores.

Durante la fiesta se produjeron situaciones que podrían haber ocurrido perfectamente en el mundo “no virtual”. Desde perderse un amigo, a contarme algo importante otro. La música tiene el mismo efecto, y el instinto de bailar, mostrado en movimientos de manos y brazos, también fue una experiencia conjunta.

Por supuesto que hubo problemas técnicos, y los esperaba. Pero fueron menos de los que estaban en mis previsiones. Pequeños microcortes de sonido, algún objeto que apareció y desapareció, ciertos invitados cuyo avatar se quedó inmóvil, y poco más. El principal escollo, que ya está en vías de solución gracias a la tecnología 5G, reside en el “delay”, el retraso lógico que le lleva a la red suministrar la cantidad de información que se requiere. Cada uno, entonces, bailaba y canturreaba a su ritmo, pero hasta eso resultó divertido.

Lo más hilarante de la noche fue que uno de los asistentes a los que no conocía, un tal Manuel, de Sevilla, no conseguía entenderse con Karen, de Londres. Ni con gestos. Así que entre algunos de nosotros decidimos crear alrededor de ellos un pequeño gabinete de traducción que convertía la gracia y el salero del andaluz en algo que medianamente pudiera comprender la inglesa. Inolvidable.

Pasada la una de la madrugada, y mientras seguíamos conversando animadamente, mi partenaire en este invento nos ofreció teletransportarnos a otra fiesta en la que él era el DJ “residente”. Esta vez sería al lado de la playa, en un chiringuito descomunal de su creación. Yo, que andaba ya por las dos horas de sesión, pensé que sería bueno tomar un descanso y accedí, junto al resto de presentes.

Claro, como ocurría antiguamente en la época pre-móvil, cuando se cambiaba de local es cuando se perdía la pista de la gente. En este caso se trataba de un evento internacional en el que alemanes, holandeses, y otras personas procedentes de culturas afines al tecno se limitaban a bailar. En silencio. Mirándose unos a otros. Nadie hablaba, salvo algunos pequeños grupos aislados en los rincones del garito virtual. Me dejé llevar por la sensación de sentirme atrapado por el baile junto a personas que no conocía de nada, pero sabiendo que se trataba de una experiencia conjunta real. Jake lo bordó con una sesión impecable, contundente y perfecta. Ya pasadas las cuatro decidí abandonar, agotado. Creía que llevar tanto tiempo puestas unas gafas de realidad virtual era imposible, pero se demostró que todo es cuestión de crear el estímulo apropiado. Eso sí, con recarga constante del dispositivo, porque las baterías apenas hubieran podido aguantar las primeras dos horas.

A la mañana siguiente, la sensación era claramente la de haber vivido una fiesta. Es cierto que faltaban recuerdos vívidos asociados al mundo físico, pero fue bonito recibir felicitaciones de aquellos que consiguieron entrar, o retomar el contacto con amigos en la lejanía.

¿Se podría haber usado zoom, Skype o cualquier otra herramienta que conecta a las personas? Por supuesto, pero ir más allá del aspecto físico y entrar juntos en un entorno, virtual o no, siempre es algo más completo y compartido.

Sin duda, será la primera de muchas. ¿Te apuntas?