Pedro Sánchez se ha quitado la corbata como un lazo de la cintura, como una cinta de la cola de caballo, como un rodete de maestrita, como una sandalia del pie coralino de aquel amor de verano, esas pequeñas desnudeces que superan en encanto y pasión a la desnudez total, que sólo es médica o zoológica. Hay quien prefiere que a nuestra ninfa o crush se le libere un botón de la blusa, o del ligero vestido floreado, a que se nos aparezca ya como para una radiografía. Lo fácil y lo rápido sería desnudarse como una mona, que ya están desnudas, pero hacer el estriptis de los objetos (cada objeto es una rendición) y de los ojales (cada ojal es un beso descendiendo), eso es seducción. Para Sánchez, lo fácil y lo rápido sería arreglar lo de Argelia y mirar a las nucleares, que eso sí que serviría para ahorrar. Pero a Sánchez se le cae la corbata como un pañuelito de viuda o un bolígrafo de bibliotecaria, porque cree que todavía puede seducirnos y darnos largas sin tener que solucionar nuestras verdaderas necesidades, como las ninfas cuando somos poetas o viejos verdes.

Se pueden quitar la corbata sus ministros, voceros y sacristanejos, pero no se la van a poder quitar el empleado, el oficinista...

La corbata ya no la lleva nadie, es como quitarse la cofia o la liga, una cosa que tiene más que ver con la fantasía y el fetichismo, o con su mercado. La corbata ya no es el símbolo del poderoso, sino del esclavo, del pobre oficinista, del vendedor de seguros, todos con su corbata grasienta como un mandil de zapatero. Sigue estando en el uniforme de los políticos, que es como ese uniforme de los puritanos ingleses, más de monja que de funcionario, y en el de los hombres de empresa chapados a la antigua, de los que llevan corbata como una servilleta de parador. Es cierto que en el Ibex todos parecen dueños de camiserías, y a lo mejor lo son, camiserías carísimas y empinadísimas, pero ahora lo que se llevan son las startups en bermudas, las oficinas con mesa de ping-pong y el CEO con camiseta de Darth Vader, y los más ricos del mundo parecen que están veraneando en su dinero, chancleteando en su dinero, chandaleando en su dinero, que es una manera de restregarnos su poder y su libertad. Sí, sólo el que es libre puede ir en camiseta, en sandalia o en sudadera capuchera, y esa gente que uno ve por la Castellana, ya casi en el agosto del fin del mundo, con su traje y su corbata como la levita de Mortadelo, a uno le parecen unos desgraciados.

 Antes de que Sánchez pueda salvar España y el mundo quitándose y animando a quitarnos la corbata, el sostén o los gayumbos, todo así al estilo Delacroix, más como abanderamiento que como desnudez o frescor, está el tema de a quién va dirigida la medida de Sánchez. Y, la verdad, a uno le parece que está dirigida a él y poco más, o sea al que puede elegir ponerse o quitarse la corbata como puede elegir chuletón o tofu, que poder elegir ya es un lujo en esta época de inflación, escasez, apreturas y callejones sin salida. Se pueden quitar la corbata sus ministros, voceros y sacristanejos, pero no se la van a poder quitar el empleado, el oficinista, el vendedor, el pasante, que la tienen de uniforme igual que un azafato, esa gente que tiene que trabajar con una corbata sí o sí, una corbata que se les hace casi peluda, como el gorro de un beefeater.

El descorbatamiento termodinámico, solidario, exhibicionista o fetichista es una medida que va sobre todo para Sánchez, que puede lucir camisa desabrochada como bailando el sirtaki con su Gobiern

La medida de Sánchez está dirigida a una élite del aire acondicionado a capricho, del vestidor a capricho y del moreno a capricho, que yo no sé si hay tanta gente ahí para salvar el planeta o salvarnos de Putin, o al menos más de lo que podría salvarnos el presidente ahorrando en Falcon y en ministerios. La revolución de los descorbatados vuelve a ser la revolución de unas élites encorbatadas, como si los aristócratas luisinos hubieran propuesto quitarse las mangas de encaje para aliviar al pueblo. La mayoría social, “la clase media y trabajadora” que dicen ellos ahora, pronunciándolo como una sola palabra, como se pronuncia madremíadelamorhermoso, como un estribillo de Forges; la mayoría social, decía, es más de ventilador de pie, chato y marinero como un motor de barquilla, y para ahorrar tendría ya que morir.

El descorbatamiento termodinámico, solidario, exhibicionista o fetichista es una medida que va sobre todo para Sánchez, que puede lucir camisa desabrochada como bailando el sirtaki con su Gobierno o como volviendo de un anuncio de Martini. Y, claro, eso sí, para los señores del Ibex, que si se quitan la corbata se les cae la cabeza, como un rey guillotinado. Quitarles la corbata a estos señores que siguen siendo señores de camisería de pueblo es algo que tenía que venir, irremediablemente, después de quitarles el puro, un movimiento simbólico pero sin duda muy útil. No porque ahorre energía o descalenture el planeta, sino porque ahora todo el que vaya con corbata será facha, con lo que el mecanismo del fachómetro se ha simplificado bastante.

La cosa no está tanto en que Sánchez ahorre en tela o en aire acondicionado, que es como si sólo ahorrara en piropos, sino en tener una política energética, una política económica o simplemente una política. Ahorrar siempre está bien, pero este movimiento de descorbatados de élite, como unos sans-culottes del propio poder, es insignificante al lado de la metedura de pata con Argelia o de unas medidas contra la inflación tan ornamentales y arrepolladas como un nudo Eldredge. Además, de nuevo es una deserción de la gobernanza: todo está en nuestra mano y en nuestros sudores, y el Gobierno apenas puede hacer más que dar ejemplo, quitarse la corbata o sudar gazpacho como cualquier otro españolito. También es una obscenidad, como lo es siempre la simplificación de los asuntos que son graves y complicados, que eso es el populismo, ahora un populismo como de cura ligón con guitarrita y sin alzacuellos. La política contra la crisis no puede ser mandar a todo el mundo que vaya en calzoncillos. Sánchez se ha quitado la corbata como un guante de Gilda, como un calcetín de colegiala, como unas gafas de secretaria, que a veces la insinuación o el fetiche son más satisfactorios que el sexo gimnástico o, en este caso, la ciencia climática, económica o política. Entre seducir y consumar, Sánchez elige seducir, por supuesto, y así nos va. Sánchez lo único que tiene son posados y ahora, otra vez, como siempre, nos ofrece como solución otro posado, su posado descorbatado como un Antonio Banderas descorbatado que nos vende su perfume, lo único que tiene para vender. Sánchez se ha quitado la corbata como un zapato de tacón, pero nadie nos enseña la corva tensa ni las uñas de los pies, secretas y enjoyadas (el zapato tiene algo de último joyerito de la intimidad, más que otras prendas que se suponen íntimas); nadie hace esto, decía, para ahorrar. Sánchez aún quiere seducirnos sin darnos nada, como cuando somos poetas o viejos verdes, o las dos cosas, como el viejo Goethe.