A cuenta de lo de Vinicius, Irene Montero le ha adjudicado a Ana Rosa Quintana todo el odio español, algo así como nuestra cosecha histórica de aceituna verde de la envidia y la venganza. Ana Rosa Quintana no pasaba por la polémica ni por el fútbol, pero sí pasó por una cosa de Ayuso, a recoger una medalla como a recoger un encargo de la confitería, y le dio por decir que Usera ahora era Chinatown. No sé si Ana Rosa lo dijo en un tic racista o como referencia literaria, como podría haber dicho Chicago, aunque lo mejor hubiera sido no decir esa clase de tonterías, claro. Pero yo creo que para Irene Montero era más determinante lo de Ayuso que lo de Chinatown y, por supuesto, que lo de Vinicius. El caso es que, con la medalla ayuser, Ana Rosa se llevó todo nuestro odio, que es largo y antiguo, y no ya por las razas sino por el otro en general. La verdad es que aquí el odio lo tenemos bastante repartido y eso lo sabe muy bien Montero, que lo distribuye con el dedo tieso cada día.

Ana Rosa, que pasaba por allí, o no pasaba por allí pero se lo buscó por ayuser de medallita, o criptofacha, o facha mediática, o facha sin más en esta España que es facha en general, como su Constitución facha, sus jueces fachas y sus chuletones fachas; Ana Rosa, decía, se ha terminado quedando con el caso Vinicius, con nuestra leyenda negra, con nuestro mal de ojo, con nuestra venganza de portera, con nuestra tirria eterna y con nuestra cachiporra guardada. Digo esto porque aquí se odia mucho, se odia desde siempre, se odia al vecino de rellano y al vecino de huerta, al compañero de pupitre y al compañero de oficina, al que triunfa y al que fracasa, al que se fue y al que viene; se odian las regiones, se odian los equipos de fútbol y se odian hasta las hermandades de Vírgenes y Cristos entablillados en flores. Y no digamos, claro, cómo se odia aquí al españolito de la otra España, roja o azul o a lo mejor siempre negra.

Lo que a uno le parecería difícil de decidir es si, en todo caso, sería racista antes o después de ser rojales, comunista, fascista, nazareno, macareno...

El español no es ni el más racista ni el más tolerante, que estamos por ahí más o menos por la mitad de la tabla en Europa, pero lo que a uno le parecería difícil de decidir es si, en todo caso, sería racista antes o después de ser rojales, comunista, fascista, nazareno, macareno, vikingo, colchonero, sociata, podemita, pepero, reguetonero, heavy, vegano, currista, pijo, progre, pijiprogre, maño, sevillí, bilbaíno, insular, rociero, rancio, pastor, hortelano, urbanita, feminazi o taxista. O lo que sea cada uno, que aquí hay peñas, identidades, etiquetas, prejuicios y ojeriza casi para todo. Ya no sabemos si el odio es por la raza, por el flequillo, por la camiseta, por el barrio, por el ayuntamiento o por la bandera, pero se odia mucho y a mí me parece que Ana Rosa, con su chino de chino o su chino de lavandería china, ha hecho poco mérito para llevarse toda la culpa del racismo y del odio así como desde Colón.

Yo creo que estaban sólo Ana Rosa y Pablo Motos para endilgarle lo de Vinícius, que ninguno pasaba por allí pero estamos en campaña y en guerra contra el fascismo verbenero, mediático y mesacamillero, que hace más daño que el fascismo de verdad. Al final, Ana Rosa, que iba provocando, se llevó el mérito o la culpa, esa culpa tan simple y tan bien encontrada siempre para ciertas ideologías. Pero lo de Ana Rosa parece una cosa folclórica al lado de esa gente que, por ejemplo, pacta con verdaderos racistas los privilegios o el apartheid para su nación puramente racial y prepolítica, al margen del imperio de la ley. Lo de Ana Rosa parece un prejuicio de suegra al lado de esa gente que, por ejemplo, considera que todo un sexo está formado por violadores y criminales en potencia. Y que cree que es más terrorista el que tiene picha heterosexual, esa especie de sierra mecánica de asesino, que el que ha sido condenado por terrorista. Además de llamar fascistas a los demócratas y demócratas a los fascistas, unos fascistas que cuando ejercen la violencia se llama democracia por pura podredumbre lógica.

La verdad es que nuestro fútbol tenía odio antes de tener muchas razas porque, aunque esté feo decirlo, se alimenta de odio, ese odio peñista y campanero que es más atávico y primordial que el odio por otra raza, que parece casi exótico ante nuestros odios de linde y tendedero. La verdad es que el fútbol se alimenta de odio, siquiera contenido o coreografiado, y tampoco le importa mucho el origen de ese odio, si es el color de la piel o la rayita del peinado, que si ahora es con Vinícius antes fue con Cristiano Ronaldo, que parecía hecho de leche de burra. De ahí la pachorra, la indiferencia o la comprensión que muestran clubes, federaciones y aficiones no con el racismo sino con la violencia en general. No es la raza, es la tribu. Y de eso saben mucho en el fútbol y en la política.

Irene Montero no va a arreglar el fútbol, ni España, ni la lacra del odio, que ella incluso ejerce pero llamándolo justicia, otra podredumbre lógica que se produce por deslizamiento moral. No pretendía ella arreglar nada tampoco, que está en la campaña de la supervivencia y las alertas fascistas, machistas, racistas (ellos que hablan de “racialidad”) o en general fetichistas son de lo poco que le queda. Cuando el odio es el negocio, las circunstancias, la especificidad, son sólo una anécdota o una excusa. En el fútbol como en la política. Por eso Ana Rosa era más su medalla madrileña que su Chinatown de película, y hasta Vinícius parecía sólo otro hermano de Ayuso por las pecheras.