Diez años, cuatro hitos, y una opinión pública y publicada muy cuestionadas sobre la verdadera eficacia y eficiencia del gigante comunitario. En la última década, la Unión Europea ha experimentado importantes crisis de naturaleza muy diversa que han puesto en jaque su orden político, económico y social, obligando a redefinir permanentemente sus instrumentos de acción al amparo de un agónico anhelo de mejora. Baste pensar en la crisis económico-financiera de 2008, la migratoria de 2015, la territorial seguida al referéndum de permanencia de Reino Unido en 2016 o la actual crisis sanitaria derivada del coronavirus. ¿Qué falla exactamente? 

Se han escrito ríos de tinta sobre los errores garrafales que los Estados de la Unión Europea cometieron durante los momentos más críticos de la Gran Recesión de 2008. No cabe lugar a duda de que el contagio de la crisis en las economías europeas se vio agravado por una descoordinación total y absoluta durante los primeros meses, aquellos que además hubieran sido estratégicos para poner en marcha de forma conjunta las herramientas de política fiscal y monetaria que podrían haber frenado el declive económico de Europa y potenciado su recuperación. 

El precio que hubo que pagar por la crisis de 2008 fue infinitamente alto: se dejó a mucha gente atrás y se quebró el contrato social, allanando el terreno a movimientos nacionalistas y populistas

De aquella situación traumática nacieron mecanismos de cooperación económica y de integración bancaria que nos prepararon para hacer frente a nuevas crisis económicas (véase el Mecanismo Europeo de Estabilidad (MEDE), por ejemplo). Ahora bien, el precio que hubo que pagar fue infinitamente alto: se dejó a mucha gente atrás y se quebró el contrato social, allanando el terreno a movimientos nacionalistas y populistas que están socavando nuestro sistema democrático, y entre cuyas últimas consecuencias se encuentra la salida del Reino Unido de la Unión Europea

Doce años después de aquello, volvemos a encontrarnos ante una situación sin precedentes que está poniendo a prueba la fortaleza no solo de los sistemas sanitarios de los Estados de la Unión, sino la continuidad y pervivencia de sus sistemas democráticos, sociales y económicos. 

Los Tratados de la Unión Europea, (arts. 2.5 y 6 TFUE) únicamente permiten a la Unión llevar a cabo acciones de apoyo, coordinación y complementación en materia de sanidad, sin implicar en ningún caso una armonización de las normativas de los Estados. 

Esto significa que mientras el virus no respeta fronteras, la Unión Europea hoy en día es un mero paraguas, desprovisto de competencias, bajo el que los Estados pueden cooperar y coordinarse, siempre que así lo deseen, claro. Paradójicamente ése es el problema.

La Unión Europea es un enfermo que, por falta de voluntad de los Estados, no ha atajado con unidad la raíz del problema, con el consiguiente saldo de más de 85.000 ciudadanos europeos infectados, miles de víctimas mortales y un bloque descoordinado e inoperante; carente de credibilidad. 

En los prolegómenos de la llegada de la pandemia al Viejo Continente, mientras Italia comenzaba a tomar drásticas medidas de confinamiento en Lombardía y otras 14 provincias, en España se celebraban eventos sociales y políticos multitudinarios, y en Alemania se prohibía la salida de mascarillas y material sanitario hacia otros Estados de la Unión. Era imperativo una coordinación y cooperación paneuropea de todos los países que integran la UE para abatir la crisis.

Finalmente, tras caricaturescas medidas unilaterales, la Unión optó por cerrar sus fronteras por primera vez en su historia y negar la entrada a ciudadanos de terceros países. Tarde, claro. 

En el plano social y sanitario el cataclismo ya es un hecho. En el económico, veremos si la bazuca del BCE ofrece mejores resultados

En el plano social y sanitario, el cataclismo ya es un hecho. En el puramente económico, veremos si la bazuca del BCE, cifrada en más de un billón de euros, ofrece mejores resultados. Por lo pronto, las peores estimaciones, según el departamento de estudios del banco alemán Deutsche Bank, dibujan una economía de guerra devastada, con una contracción del PIB de la Eurozona cercana al 24%, el peor escenario desde la Segunda Guerra Mundial. 

Desde sus orígenes, la Unión siempre ha estado en crisis: la balanza entre los Estados Nación y la integración federal se ha inclinado históricamente a favor de los primeros, y en muchos casos sólo al borde del abismo, los otrora poderosos Estados han renunciado a su soberanía para no terminar precipitándose al vacío. 

A diferencia de otras crisis, cuando la pandemia finalice, la nueva sociedad que resurgirá en nuestra Unión, no solo debe afanarse en diseñar los mecanismos comunes para hacer frente a otras emergencias sanitarias, sino que tendrá la responsabilidad de promover una integración europea que dote a las instituciones comunes de los instrumentos para, por sí mismas, y al margen de los Estados, hacer frente a cualquier situación sobrevenida. 

La Unión, y por ende toda la civilización europea, lleva demasiado tiempo asomándose al abismo. Es hora de comprender que su futuro será de cohesión, cooperación, solidaridad y consenso o sencillamente no será. Avanzar hacia la integración europea es rendir merecido cumplimiento a esa máxima.

De lo contrario, seguiremos dándonos de bruces contra “la peor Europa de todas”, que diría Churchill.


Alberto Cuena es periodista y analista de política nacional y asuntos europeos. Presidente de JEF Madrid. @Cuena_Vilches.

Antonio Linaje es politólogo especializado en Administraciones Públicas y Asuntos Europeos. Ex presidente de JEF Madrid. @AntonioLinaje