Nacer a la poesía
desde distintas edades, 
nacer al amor
bajo la lluvia.

Haciendo gala de la necesidad de amar
entre versos y paisajes,
con la mirada en la historia
y la naturaleza como personajes. 

Manos que significan caricias,
labios para probar el dulce y extraño sabor de otros labios,
la respiración que sabe a existencia,
los ojos sin necesidad de espejo donde mirarnos. 

Entre semidioses
y enemigos íntimos
el poeta nos hace partícipes
de sus confidencias. 

Gala desconocido
que quiere mostrarse
desnudo en sus palabras
para que la realidad no lo queme,
y el amor no lo devore. 

Se sitúa en la adolescencia
buscando una salida,
una dirección que le guíe
entre baladas y canciones
hacia un amor que no lo consuma,
y pueda vencer en sus meditaciones
al cadáver del desamor
y sus consecuencias solitarias
de una indiferencia íntima.

Sonetos barrocos,
sonetos de La Zubia,
endecasílabos del corazón
que trazan una historia común
de un reencuentro
que tiene que suceder algún día.

No quiere olvidar el poeta
y, de ahí, su testamento andaluz,
su Alhambra, su Córdoba, su Sevilla,
Guadalquivir de hipérboles y metáforas, 
renaciendo al destino en cada instante,
durmiendo en los brazos de su tierra amada,
sueños de amaneceres
donde lo eterno sea precisamente ese instante.

Y también está Tobías desangelado
sin el arcángel Rafael guiándolo
hasta Sara,
y ahí comienza su periplo
desde Nueva York a Bogotá
de China a La Habana,
de Troylo a la soledad sonora,
de los verdes campos del edén a anillos para una dama,
de las cítaras colgadas de los árboles al manuscrito carmesí…

“Si alguien llora por el tiempo pasado,
sepa que el tiempo permanece”,
sepa que Antonio Gala
con el don de la palabra
hace que las piedras hablen
y que con su obra,
como si fuera nuestra respiración,
nos basta.