El Tribunal Supremo estadounidense decidió el viernes que un solo juez no puede bloquear una orden ejecutiva del presidente a nivel nacional. La decisión se produjo en el marco del caso de la ciudadanía por nacimiento, que Donald Trump ha intentado anular, pero los jueces del Supremo no se pronuncian sobre la legalidad de esa orden concreta, sino que se centran en limitar la habilidad de un único magistrado de cualquier corte de distrito para frenar los pies al presidente.
Los seis jueces que han votado a favor de esta decisión fueron nombrados por Trump u otros presidentes republicanos, mientras que las tres juezas que han votado en contra fueron nombradas por presidentes demócratas. Los mismos jueces conservadores dieron el año pasado a Trump inmunidad total por todas las acciones que tomase como presidente, en un fallo que también sentó un antes y un después en la historia del país.
Pero tras esta decisión, el Supremo no solo da casi plenos poderes a Trump y otros futuros presidentes del país al quitarle a los jueces de distrito una de sus herramientas de control más poderosas, sino que da la vuelta a la manera en la que hasta ahora ha funcionado el sistema judicial estadounidense.
Por el momento, el fallo no es firme, pero si se confirma implicará que las decisiones de esos jueces solo podrán tener efectos sobre el caso concreto del demandante, y no sobre todo el país. En consecuencia, en cualquier caso en el que un juez deba decidir sobre una orden del presidente, y siempre que sea posible, su sentencia deberá limitarse a quien ha presentado la demanda y no sobre el total de los casos afectados, como ha sucedido en un buen número de veces desde que Trump accedió a la presidencia por segunda vez.
La Administración Trump se había quejado de lo que en Estados Unidos se conoce como los mandatos judiciales universales, es decir, que un tribunal de distrito tenga poder para aplicar en todo el país un fallo relativo a la orden de un presidente. El Gobierno lleva meses insistiendo en que los jueces no pueden "entrometerse" en "el proceso de decisión del presidente" bajo el argumento de que Trump ha sido elegido por una mayoría de estadounidenses y los magistrados no.
Su portavoz de prensa, Karoline Leavitt, ha llamado constantemente "jueces activistas" a los que bloqueaban órdenes del presidente, y ha dicho que "amenazan con socavar la credibilidad de Estados Unidos a nivel mundial". El propio Trump ha criticado desde sus redes sociales a los jueces que han limitado su poder o bloqueado sus órdenes, como cuando envió un avión con venezolanos a El Salvador -y en el que viajaba un salvadoreño que no podía ser deportado porque así lo ordenaba una orden judicial previa-.
Las reclamaciones del Gobierno estadounidense, conociendo un sistema judicial como el español, tenían sentido en tanto que el sistema actual permite que más de mil jueces detengan las decisiones del Ejecutivo en seco en base a su interpretación de la ley, sin un Tribunal Constitucional mediante, y al menos hasta que el proceso de reclamaciones llevase el caso al Supremo. Pero el giro actual impide que esos mismos magistrados bloqueen las acciones del Gobierno aunque sean ilegales, con lo que otorgan a Trump un poder que ningún otro presidente ha tenido nunca.
La ciudadanía por nacimiento
En el caso de la ciudadanía por nacimiento, todos los tribunales que han valorado el caso han concluido que Trump no puede terminar con este derecho porque sería inconstitucional, pero con la decisión del Supremo dicha orden del presidente podría empezar a estar en vigor en algunas partes del país en 30 días. Eso implica que a los hijos de inmigrantes sin permiso de residencia o de turistas u otro tipo de residentes temporales sin green cards pero nacidos en EEUU se les podría negar la nacionalidad estadounidense por primera vez en la historia, y con ella, otros documentos administrativos como el acceso a un número de la Seguridad Social.
Pero el principal problema de la decisión del Supremo va más allá, porque ha acabado con el poder que tenían los tribunales inferiores para tratar de contener la avalancha de órdenes del presidente, que hasta la fecha ha sido el único método para controlar a Trump. Y eso que dicho poder ya estaba demostrando ser poco efectivo, porque Trump ha estado firmando y aplicando sus órdenes más rápido de lo que los jueces han conseguido pararlas.
Trump lleva meses presionando para eliminar todo control a su autoridad y para acabar con todo reducto de independencia en el Gobierno. No es una hipérbole: el presidente americano ha aplastado todo tipo de controles internos, despidiendo a inspectores y acorralando a la asesoría jurídica del Departamento de Justicia, cuyo papel es frenar al Ejecutivo.
De su lado, el Congreso ha hecho poco para pararlo. Cuando la semana pasada Trump atacó Irán, fueron muy pocos los representantes republicanos que en público tacharon la decisión de inconstitucional y recordaron al presidente que debería haber consultado a la cámara antes. En respuesta, Trump atacó a esos congresistas y dijo que haría lo posible para terminar con sus carreras políticas.
La jueza progresista Sonia Sotomayor ha lamentado la decisión de la mayoría de sus compañeros, y ha protestado asegurando que supone un peligro para los derechos constitucionales de todo aquel que no pueda permitirse ir a juicio contra el Gobierno. “La mayoría sostiene que los tribunales no pueden prohibir por completo ni siquiera políticas claramente ilegales”, ha escrito, remarcando que la Administración es consciente de esa ilegalidad, y acusando al resto de jueces “de participar en ese juego”.
De forma similar se ha posicionado la jueza progresista Ketanji Brown Jackson: “En una república constitucional como la nuestra, un tribunal federal tiene el poder de ordenar al Ejecutivo que cumpla la ley, y debe hacerlo”, ha escrito, “porque todos, desde el presidente hacia abajo, estamos sujetos a la ley”. “Y por naturaleza los tribunales federales dicen qué dice la ley, si hay un choque, y exigen a aquellos que están sujetos a la ley que orienten su comportamiento a lo que la ley exige. Esto es la esencia de un estado de derecho”.
De su lado, la jueza Amy Coney Barrett le ha recordado a Jackson que los tribunales “no tienen autoridad ilimitada para hacer cumplir la ley”, sino que, de hecho, “a veces la ley prohíbe al poder judicial hacerlo”, acusándola de defender “un poder judicial imperial”.