El 30 de mayo de 1995, a las 8.30 de la mañana, una empleada del servicio doméstico halló el cuerpo sin vida de Antonio Flores en la pequeña cabaña de tejas rojas que su madre le había mandado construir en el jardín de El Lerele, la casa familiar de La Moraleja. Había pasado la noche allí, como de costumbre. La noche anterior, según relataron después dos jóvenes que formaban parte de su banda, había bebido, había tomado tranquilizantes y había intentado espabilarse dándose un baño en la piscina. Al parecer, no lograba dormir. No se oyeron gritos. Se acostó. Roncó. A la mañana siguiente estaba muerto.
Tenía 33 años. Quince días antes, en la misma casa y casi a la misma hora, había muerto su madre, Lola Flores. El golpe fue demasiado para él. No acudió al velatorio ni al entierro. Se rompió la mano de un puñetazo contra la pared. Se encerró con su padre, Antonio González El Pescaílla, en una convivencia de mutua desolación. "Pensé que la muerte de su madre le enfrentaría definitivamente con la vida", dijo Miguel Ríos, aún conmocionado. Pero ocurrió lo contrario.
La autopsia reveló la presencia de barbitúricos, alcohol y restos de cocaína. No había signos de venopunción ni rastros de heroína. La familia sostuvo desde el primer momento que no se trató de un suicidio. Lo mismo apuntaban fuentes policiales: un cóctel letal y accidental en un cuerpo debilitado por semanas de insomnio, tristeza y medicación. Se barajó incluso la hipótesis de una mezcla fatal tras tragar agua en la piscina. La juez Josefa Bustos instruyó el caso. No hubo cargos ni culpables.
Dolor y caos
El impacto fue inmediato. Lolita, que se había mostrado serena en el sepelio de su madre, se desmoronó ante los periodistas. Rosario salió entre gritos, abrazada por una amiga, con la melena cubriéndole el rostro. A su padre lo sacaron en camilla, enfermo. A la pequeña Alba, de nueve años, aún no se le había comunicado la noticia.
El Lerele se llenó de rostros conocidos: Carmen Sevilla, Paquita Rico, Joaquín Cortés, Ana Belén, Víctor Manuel, Norma Duval, Antonio Carmona… Por la capilla ardiente instalada en el tanatorio de la M-30 pasaron más de dos mil personas. Algunas con carpetas escolares. "Merece la pena perderse un examen por estar con él en sus últimos momentos", dijo una adolescente. El entierro, al día siguiente, fue sobrio y algo caótico. El coche fúnebre pasó de largo frente a la capilla, desorientando a todos. El féretro, cubierto con una corona en forma de guitarra, fue depositado en un nicho provisional del cementerio de La Almudena, a poco más de un kilómetro de donde descansaba ya su madre.
En su mejor momento musical
Antonio Flores había resurgido poco antes como compositor y cantante tras una larga etapa de desencanto y marginalidad en la industria. En los ochenta, sus discos Antonio (1980) y Al caer el sol (1981) mostraban una ambición pop sofisticada, a medio camino entre el rock y la balada, pero pasaron casi inadvertidos. Incluso el himno "Pongamos que hablo de Madrid" que popularizó Joaquín Sabina. Su verdadero rescate llegó de la mano de Rosario. Las canciones que él compuso para De ley (1992) convirtieron a su hermana en una estrella y devolvieron a Antonio la confianza y el reconocimiento que siempre se le escatimó. El productor Paco Martín, su valedor más firme, le consiguió un nuevo contrato con RCA.
En 1994 publicó Cosas mías, su primer disco escrito íntegramente por él. Era una colección autobiográfica de rumbas, blues y baladas de dolor eléctrico, donde Antonio parecía cantarse a sí mismo con brutal honestidad. Por primera vez, el público lo escuchó sin pensar solo en su apellido. Alcanzó el disco de oro. Dio conciertos en salas como Caracol y Aqualung. Planeaba grabar más. Quería volver al estudio tras los bolos del verano. Su voz también sonaba en colaboraciones con Ketama y en un homenaje a Serrat.
Quedaron grabadas varias maquetas. Amigos y músicos temieron entonces que muchas se publicaran con oportunismo. "Ahora sacarán del armario esas canciones los que no le hicieron ni puñetero caso cuando lo necesitaba", dijo amargamente un rockero anónimo. La frase quedó grabada en la crónica de Diego A. Manrique en El País: "Acaso ahí esté la explicación de todo", añadió, citando una de sus letras: "La soledad me quema como metralla".
Un documental para una vida de "canciones, amores y heridas"
Treinta años después, su figura regresa. Flores para Antonio, el documental dirigido por Isaki Lacuesta y Elena Molina, producido por Movistar Plus+ y pendiente de estreno, reconstruye la vida del músico desde la mirada de su hija, Alba Flores. Narrado en primera persona, el filme ahonda en la fragilidad de un hombre que creció a la sombra de un mito y buscó siempre su sitio entre la música, la noche y el vértigo. La película no es un ajuste de cuentas ni una elegía: es un retrato íntimo, luminoso y lleno de preguntas. "Mi padre fue un artista que dejó canciones bellas, amores y heridas. Su historia no se ha terminado", dice Alba.
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