En Windsor, donde todo gesto se mide y cada pliegue de la falda cuenta como un párrafo en el discurso diplomático, Melania Trump volvió a hablar sin decir palabra. Su entrada en el castillo estuvo marcada por un sombrero imposible: ala ancha, caída hasta la mitad del rostro, un púrpura que rozaba el morado de la corbata de su marido. Un accesorio que ocultaba sus ojos, como en la segunda investidura de su marido, y la convertía en silueta. "El sombrero no es casualidad", explicaba una estilista consultada por la BBC: un gesto de apoyo a la agenda del presidente, pero también una manera de quitarse del foco y proyectarlo hacia él.
La primera dama, de gris Dior y silueta armada –hombros rectos, cintura ajustada, falda lápiz hasta la rodilla–, parecía el negativo de la princesa de Gales, que se presentó con su uniforme burdeos de Emilia Wickstead y un Jane Taylor en la cabeza. Ambas, con sus respectivos príncipes al lado, jugaron a la coreografía cromática: ella al púrpura, Catalina al burdeos. El partido de la moda como rama lateral de la diplomacia.
No era la primera vez que Melania echaba mano de la etiqueta británica para conquistar la escena. La víspera había bajado del Air Force One enfundada en la prenda más británica posible, un trench Kensington de Burberry, entallado y con el cuello levantado contra la brisa de Stansted. Un guiño a la industria local, como en 2019, cuando ya se vistió con un repertorio de Burberry, Celine o Dolce & Gabbana, mientras equilibraba con nombres estadounidenses como Michael Kors.
Elegancia europea
Pero el segundo mandato ha traído matices. En Washington se ha dejado ver últimamente con Adam Lippes, Ralph Lauren o Thom Browne, mensajes de buy american pasados por el filtro de los patrones ajustados que ella se puede permitir. Y, sin embargo, aquí, en la corte de Windsor, la apuesta vuelve a ser europea: Dior en el traje, Dior en el sombrero le aportan a Melania la coartada de proximidad continental, aunque el nuevo director de la maison, Jonathan Anderson, sea norirlandés. ¿Guiño insular?
Las comparaciones son inevitables. Kate lució un broche de pluma y Camila un Treacy azulón, mientras Melania mantenía su sombrero incluso dentro de las salas, a diferencia de la reina, que lo dejó a un lado. En el tablero de la moda diplomática, esa obstinación era también un gesto: mantenerse tapada, resguardada, casi inaccesible. El detalle que más repitieron los analistas: la coincidencia cromática con la corbata de Trump, una pareja que habla a juego.
La agenda continuará con más compromisos: visita a la biblioteca real, paseo por Frogmore Gardens junto a la princesa de Gales, encuentro con los Scouts. El banquete de Estado cerrará el día, y no sería extraño que Melania recuperase entonces la tradición de los guantes largos o un vestido de columna, códigos que maneja como quien recita de memoria.
Ella sigue fiel a su manual: poco discurso, pocas sonrisas, una sucesión calculada de sombreros y costuras. En este segundo tiempo como primera dama, Melania Trump parece haber convertido el silencio en púrpura y el vestuario en idioma propio.
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