Seguramente miles de personas se hagan diariamente esta pregunta cuando en el coche, camino del trabajo, escuchan "Heaven is a Place on Earth" en su radiofórmula favorita de éxitos de ayer, hoy y siempre. ¿Qué fue de Belinda Carlisle? –pronúnciese car-lail–. Podría parecer que su rastro se había perdido tras la estela de su único gran éxito en España, y de las noticias brumosas sobre sus problemas con las drogas en los salvajes años 80. Pero lo cierto es que la artista californiana, lejos de haber desaparecido, ha estado últimamente más activa que nunca.

Belinda Carlisle tiene 66 años y vuelve a estar en boca de todos. En 2026 acompañará a Take That en su gira europea como invitada de lujo. Pero antes ha publicado Once Upon a Time in California, un disco de versiones que no es tanto un ejercicio de nostalgia como un autorretrato de superviviente. Diez canciones que escuchó por la radio en la onda media californiana de los 60 –de Nilsson, Gordon Lightfoot, Leon Russell, y Bacharach, entre otros– y que ahora canta con la voz de quien ha atravesado el éxito, el síndrome del impostor y el infierno de las drogas.

Pionera del punk de la costa oeste

En los 70 se escapó de casa, se hizo llamar Dottie Danger y tocó la batería en The Germs, grupo seminal del punk angelino. Belinda vivía en aquella época en una casa comunal de Los Ángeles conocida como Disgraceland: una especie de albergue decrépito para chicas donde organizaban fiestas delirantes a base de negligees transparentes, tacones y comida basura. Poco después Carlisle fundó The Go-Go’s junto a Jane Wiedlin, la primera banda femenina que componía y tocaba sus propios temas en llegar al número uno en EEUU con Beauty and the Beat (1981). Lo lograron a golpe de canciones chispeantes (We Got the Beat, Our Lips Are Sealed) y noches de drogas, discusiones y escupitajos de skinheads en las giras inglesas.

En 1985, tras la implosión del grupo, Carlisle mutó en diva pop con estilistas detrás. Heaven on Earth (1987) la catapultó a los altares de las listas de éxitos junto a Madonna o Whitney Houston. El single Heaven Is a Place on Earth fue un fenómeno global, aunque ella misma se sintiera un fraude: "Miraba las colas en el estadio y pensaba: ¿de verdad han venido a verme a mí?", confesaba recientemente en una entrevista para la revista Rolling Stone. El síndrome de la impostora convivía con la adicción y con un personaje fabricado que no se reconocía en el espejo.

Le siguieron éxitos como I Get Weak o Leave a Light On, pero también una espiral de drogas, problemas alimenticios y una imagen pública que no se correspondía con la mujer de carne y hueso En sus memorias de 2010, Lips Unsealed, era tajante: la música era un disfraz y la autodestrucción, la rutina. Carlisle admite que "habría sido la Lindsay Lohan de mi tiempo" si en los 80 hubieran existido los móviles con cámara y las redes sociales.

El marido productor, el hijo gay y los exilios

En 1986 se había casado con Morgan Mason, hijo del actor James Mason y exasesor de Ronald Reagan convertido en productor de cine. Juntos vivieron la época frenética de los restaurantes de moda en Los Ángeles, donde Morgan tenía uno con su propio nombre, Mason's. Él, por cierto, salía en el vídeo del mayor éxito de su chica.

En 1994, cuando Carlisle ya estaba exhausta, huyeron a la Provenza. Allí criaron a su hijo, James Duke Mason, nacido durante los disturbios raciales de Los Ángeles de 1992. Hoy, Duke es un conocido activista LGTBI, y Carlisle nunca ha ocultado ni su compromiso con la causa ni su cercanía a la comunidad gay desde sus años de adolescencia en West Hollywood. "Todos mis amigos eran gays, no fue un esfuerzo; simplemente estuve siempre ahí", ha dicho.

La adicción la acompañó hasta entrados los 2000. Después de dos décadas en Francia, donde grabó Voilà, un disco de clásicos franceses, la familia se instaló en Bangkok. Carlisle suele describirlo como un lugar "entre Disneylandia y el salvaje Oeste", un entorno frenético y budista al mismo tiempo. Es allí donde encontró un cierto equilibrio vital, entre mantras, yoga y pilates. Ella misma reconoce que el camino de salida de las drogas no fue solo el programa de doce pasos: fue también la disciplina diaria de la meditación. Fruto de ello no solo es la sobriedad, sino la belleza y la vitalidad de la que presume hoy.

Los mantras después de la tormenta

El nuevo disco es, en cierto modo, la antítesis de aquel pop ochentero que la encumbró. Carlisle versiona Reflections of My Life, de Marmalade, una canción que escuchó a los diez años y que hoy canta llorando, con medio siglo de pérdidas y amores a cuestas. Cierra así un círculo: la niña que soñaba ser cantante con su transistor en California, la estrella pop que se sintió impostora y la mujer que ahora acepta su voz y su vida como son. También versiona Superstar, Anyone Who Had a Heart y Everybody’s Talking, que conoció de cerca porque Harry Nilsson era cliente habitual del restaurante de su marido en Los Ángeles.

La otra cara del retorno está en los escenarios. Carlisle ha presentado su disco en escenarios de Norteamérica y Europa, y se dejó ver en el último Coachella con The Go-Go’s, donde Billie Joe Armstrong de Green Day se subió al escenario para tocar con ellas Head Over Heels. Carlisle, descalza, terminó con los pies llenos de ampollas tras bailar sobre un escenario ardiente. La gira con Take That en 2026, más que un revival, es la confirmación de que Carlisle ha sabido convertir su biografía en un repertorio. Desde la chica punk de Los Ángeles hasta la diva de los 80, la expatriada francesa, la yogui tailandesa y la madre activista: cada papel es parte de una misma historia. La de una impostora que al fin ha dejado de serlo.