Gracias a Maquiavelo sabemos que conquistar el poder político es un fin en sí mismo. Que el aspirante a la soberanía, si llega a poseerla, no utilizará, como si fuera la mayor de sus preocupaciones, su poder como un medio para beneficiar a la comunidad. Salvada la excepción de que la sociedad se vea azotada por una circunstancia grave y extraordinaria, el Príncipe perseguirá fundamentalmente el objetivo de mantener su dominio sobre la comunidad y, si fuera posible, acrecentarlo de manera indefinida. El bienestar de los administrados juega sólo un papel subalterno.

Gracias a Hobbes también sabemos que la fuerza de Leviatán -la organización del Estado- es la consecuencia de un pacto social efectuado para evitar que los individuos malvivan en el estado previo de naturaleza y luchen violentamente entre sí para apropiarse de sus bienes o incluso para destruir sus vidas. Hobbes es compatible con Maquiavelo porque el poder del Estado garantiza, si no las libertades individuales, al menos la coexistencia social y, de resultas de ella,  asimismo la conservación y la preeminencia de su poder por el titular de la soberanía política.

El que es incompatible con los dos pensadores que acabo de citar es Carlos Marx. El filósofo de Tréveris es el gran ideólogo de la transformación social, el vocero moderno de una revolución violenta cuya misión es liquidar la estructura económica y su superestructura política y cultural que defiende como un escudo la situación de opresión que los dueños del capital ejercen sobre los trabajadores. En las circunstancias históricas que le tocó vivir, Marx pensaba que la violencia revolucionaria (“la partera de la Historia") era inevitable para liberar a los trabajadores y a los propios capitalistas de la alienación de su existencia y de las ataduras naturales de una economía clasista. La filosofía de la Historia marxiana tenía un puerto de arribada: después de una dictadura obrera de carácter transitorio, final y definitivamente se llegaría a la instauración de una comunidad humana feliz, producto de la eliminación de las clases sociales.

Marx pensaba que la violencia revolucionaria era inevitable para liberar a los trabajadores

Marx fue un visionario utópico, aunque a su doctrina la denominó socialismo científico. Su apelación a la violencia revolucionaria ha sido manipulada por muchos dirigentes dogmáticos (precisamente un sesgo contra la inteligencia que no predominó en el padre del materialismo dialéctico) para arrastrar a las masas populares (y también a los compañeros de viaje caídos en desgracia) a la guerra, la cárcel, el campo de concentración o la ejecución sumaria. En el fondo, aparte de poseer una gran talla moral, Carlos Marx fue un profeta judío que se propuso liberar a la especie humana convocando la aparición, tan añorada como imposible, del Mesías. En su caso, la intervención redentora de la humanidad corría a cargo de un mesías colectivo identificado como la única clase universal: el proletariado.

Pese al fracaso de la revolución y a los grandes desastres sociales que provocó, Marx, con todos sus defectos, hizo una aportación magistral, imprescindible para que el cambio social no sea una entelequia sino una posibilidad real. Las mejoras económicas y políticas de una sociedad dependen de que enfoquemos nuestra mirada no tanto sobre la oferta estatal (el conglomerado de órganos e instituciones que condicionan la vida de la mayoría de los individuos, un conjunto institucional siempre de naturaleza conservadora), sino sobre la demanda social capaz de modificar positivamente -en nuestro caso de forma democrática- dicha oferta. La clave, como decimos hoy, la tiene la fuerza de una sociedad civil dinámica, integradora y eficazmente dispuesta para lograr la cohesión social de sus miembros.

Con sus defectos, hizo una gran aportación para que el cambio social sea una posibilidad real

En el año 2000, el sociólogo Robert D. Putnam publicó un ensayo magistral titulado Solo en la bolera. El nombre del libro es una metáfora que alude a la pérdida del sentido de comunidad de la sociedad norteamericana. Putnam utiliza la imagen de la soledad en la pista de un aficionado a un juego en equipo antaño muy popular del que han ido desertando paulatinamente sus viejos amigos. Solo en la bolera expresa la desaparición gradual de lo que el sociólogo norteamericano llama capital social, un activo intangible que dotó a la generación de estadounidenses que combatió y sobrevivió a la Segunda Guerra Mundial de una gran cohesión social y de un significado especial de pertenencia a su comunidad.

Putnam describe y analiza la malversación que el paso del tiempo ha producido en el capital social de su país y el consiguiente abandono de la presión cívica a favor de las reformas políticas y sociales, en beneficio de las élites políticas y económicas norteamericanas. Su ensayo carga contra la creciente atonía de la sociedad civil organizada y denuncia su continua pérdida de musculatura y el paralelo aumento de las conductas individualistas. El gran politólogo lo demuestra capítulo por capítulo. Las teselas del mosaico de Putnam van desde la disminución de la participación política y cívica hasta la reducción de la actividad y el compromiso de los miembros de las diferentes confesiones religiosas, pasando por el debilitamiento de los vínculos colectivos en los centros de trabajo y la relajación entre los ciudadanos del significado de los conceptos de reciprocidad, confianza mutua y honradez. En una línea similar debo citar, por encima de otros autores, varios libros de Richard Sennett: El declive del hombre público (1974), La corrosión del carácter (1998), La cultura del nuevo capitalismo (2006) o Juntos (2012).

Diecisiete años después de la publicación del deslumbrante Solo en la bolera, la banalización masiva en las redes sociales, la abdicación de sus funciones intelectuales por parte del nuevo periodismo y la conversión en un lamentable espectáculo circense de todo lo relacionado con la actividad política y el verdadero significado de la res publica en  los medios audiovisuales no han resultado políticamente inofensivos. El transcurso de esos años puede que haya dilapidado el valor -ya muy amortizado en el año 2000- del capital social de Estados Unidos. Quizás la demostración más contundente de esa pérdida de valor es el hecho de que el destino de Estados Unidos, desde el próximo 20 de enero, quedará en las manos -no deseo, por el bien de los norteamericanos, hablar de su cabecita- de un presidente anormal.

Esos años han dilapidado el valor del capital social de Estados Unidos

Las reflexiones de Putnam no deben trasladarse de forma mecánica a la situación actual de España. No obstante, tampoco podemos desdeñarlas porque nos ayudan a evaluar con bastante precisión las taras que lastran la funcionalidad y la eficacia de nuestro sistema político. Un sistema caracterizado, para los ciudadanos que quieran verlo, por las continuas mentiras de los gobiernos de Rajoy y por el oportunismo y la búsqueda de la satisfacción de los intereses particulares de -¿todos?- los partidos. Aquí no impugno la imprescindible participación política de los ciudadanos, y mucho menos si dicha participación se realiza a través de la militancia personal en los diversos partidos democráticos. Aquí sólo impugno, como muchas otras personas, la frivolidad y el egoísmo de los jefes de dichas organizaciones y la solidaridad de intereses que mantiene unido al jefe del partido con su guardia pretoriana.

Termino con unas pocas anécdotas personales que sólo cobran importancia por su posible relación con el escaso valor de nuestro capital social. Un capital social que, en mi opinión, deberíamos incrementar de forma notable si deseamos que las instituciones y los poderes políticos y económicos de España cambien para mejor y dejen de burlarse de la mayoría de la sociedad. Necesitamos una aportación extraordinaria de capital social si queremos echarle un pulso relativamente exitoso a Hobbes y Maquiavelo, con la ayuda del Marx liberal en sus momentos de mayor lucidez y el auxilio inestimable de Robert D. Putnam.

Cuatro anécdotas:

  • Recientemente ha fallecido un amigo muy querido. Para preparar su funeral, el cura de la parroquia a la que pertenecía mi amigo me pidió que fuera a verle. ¿El motivo? El párroco necesitaba un poco de información sobre la personalidad de mi amigo para perfilar su homilía en el funeral del difunto. Mi amigo, católico sincero, apenas se dejaba ver en la iglesia de su barrio, nunca había conversado con el cura párroco y su relación con los demás parroquianos (tanto con los pocos que frecuentaban la iglesia como con los outsiders) era invisible.
  • En el edificio en que resido vivimos más de cuarenta vecinos. En la última junta de propietarios (segunda convocatoria) se produjo un récord de asistencia. En nombre propio -o también como representantes por delegación- comparecieron físicamente doce vecinos.
  • Hace varios años, un grupo de amigos fundamos un club de lectura. Cada quince días nos reuníamos en la casa de uno de nosotros para charlar de manera informal sobre las novelas, ensayos o poemas que habíamos leído después de la jornada anterior. Hoy el club no tiene actividad. Las dificultades de transporte en una ciudad grande, las complicaciones para ajustar los horarios de los miembros o, simplemente, la falta de constancia de los socios del club han liquidado la celebración de unas reuniones que, en sus momentos iniciales, fueron muy gratas para todos.
  • Un colega, idealista y comprometido con la cosa pública, se afilió hace tiempo a un partido político. Había sintonía entre los miembros de su agrupación territorial. Sin embargo, varios meses después de su ingreso mi colega se dio de baja. ¿El motivo? Mi interlocutor me dice que, sistemáticamente, las iniciativas adoptadas por su agrupación, aunque siempre recibiendo buenas palabras y mejores excusas, eran materialmente rechazadas para su debate por los órganos superiores del partido. A la agrupación le fallaron los fusibles y su espíritu de resistencia se evaporó quizás antes de recoger alguno de los frutos esperados.

Naturalmente, no estoy seguro del todo. Pero creo que una solución aceptable para la resolución de los defectos que acabo de exponer tendría un efecto multiplicador beneficioso sobre el estado presente del interés general. A mi juicio, la rectificación de algunas actitudes egoístas incrementaría nuestro capital social. Sería un prerrequisito imprescindible, la pieza inicial de un proceso de recuperación de la autoestima de la sociedad.

La comunidad española debe encender sus motores cuanto antes para forzar a todo el tejido institucional a dejar de mirarse el ombligo y ponerse, sin hiatos, fracturas y de manera permanente, al servicio exclusivo de quienes pagamos los cargos que desempeñan los titulares de las magistraturas públicas. Sobre estos últimos, con las excepciones -las hay- que el lector considere de justicia separar del conjunto, obviamente.

Gracias a Maquiavelo sabemos que conquistar el poder político es un fin en sí mismo. Que el aspirante a la soberanía, si llega a poseerla, no utilizará, como si fuera la mayor de sus preocupaciones, su poder como un medio para beneficiar a la comunidad. Salvada la excepción de que la sociedad se vea azotada por una circunstancia grave y extraordinaria, el Príncipe perseguirá fundamentalmente el objetivo de mantener su dominio sobre la comunidad y, si fuera posible, acrecentarlo de manera indefinida. El bienestar de los administrados juega sólo un papel subalterno.

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