Teresa Rodríguez no venía de esos laboratorios universitarios de posmarxismo de alambique, donde el pobre es esférico como en un problema de física escolar. Ella venía de las marchas a Rota, de pisar la carretera hacia la base ya como la cubierta de un portaviones, y de ver al pobre de verdad con su ropa y sus manos de espantapájaros doblado por el sol como los mismos campos de Andalucía. Sin ser ella obrera, venía de esa izquierda clásica mojada en el hollín y en la tierra igual que sus aperos, sin tanta teoría ni tanto gurú. Por lugar y por edad, estaba lejos a la vez de esa nueva izquierda cuántica de Somosaguas y también de esa otra izquierda funcionaria de sus tenderetes que acabó aburguesada por las concejalías de fiestas y los pactos con el PSOE. O sea, que ella se mantuvo antigua y tiznada como una bandolera española, una partisana italiana o una campesina rusa. A IU le criticaba que no tuviera en cuenta a las bases, por eso terminó en Podemos, que parecía que iba a hacer nuevos soviets de gente con bocata y Facebook. Luego se fue viendo que no, Teresa empezó a ser incómoda y a sentirse incómoda, hasta que ha roto con Iglesias para volver a ser otra vez una carbonera rebelde o una andaluza de lata de aceite con bieldo novecentista.

Teresa es pura, estricta y antigua, es como el primer cristianismo de la izquierda que sobrevive todavía entre el sindicalista de mariscada y el cienciólogo de Laclau. Sobrevive incluso al bizantinismo de su ideología. Es decir, que uno la ve todavía en la comuna, en compartir el pozo y el grano, más que en visiones morrocotudas del Estado o del mundo. Si acaso se queda ahí en disposiciones municipales, haciendo con Kichi en Cádiz un poco el camping familiar de su ideología. Iglesias es todo lo contrario, es el pragmático que busca la hegemonía, el poder, la fuerza del papado antes que la pureza de la fe. Aún se intenta convencer Iglesias de que su aburguesamiento y su alfombritis, su carisma y su dinastismo, son necesarios para la causa. Teresa, con la afectación y la cabezonería de los puritanos, rechaza incluso que el poder sea excusa para la heterodoxia o para la traición.

Teresa Rodríguez no se habría vendido para llevar un jacuzzi en el culo, diciendo encima que es un barco pirata, que más o menos es lo que hace Iglesias en el Gobierno

Teresa es la dulcinista, la anticapitalista que va en bus y come adobo y hace temblar a los ricos gordos y a los renegados acomodados, es la izquierda que chancletea en el barrio y en el tópico, pero un izquierdismo más de abuelo remendón que de politburó catedralicio, aunque Teresa esté más cerca de la pija hipilonga que del proletariado de gachas y cisco. Ella no podía estar en este Podemos que ya es cortesano y escopetero, que hace junto a Sánchez capitalismo aeronáutico. Hacer política con Sánchez es casi peor que hacerla con Susana, a quien Teresa siempre zurró sin contemplaciones, como sentía que había que zurrar a la izquierda más falsa que jamás había existido, ese socialismo andaluz de señoritos que cultivaban a sus propios pobres para mantenerse sobre ellos. Teresa sí haría la revolución desde las plazoletas, desde las casapuertas, desde los telares, una revolución que luego terminaría en lo de siempre, claro, pero al menos no se habría vendido para llevar un jacuzzi en el culo, diciendo encima que es un barco pirata, que más o menos es lo que hace Iglesias en el Gobierno.

Teresa, pura, fuerte, inquebrantable, como esa izquierda que sabe estar siempre equivocándose, dispuesta incluso a renunciar al poder para seguir equivocándose con razón. Quizá esa pureza sólo es posible en Andalucía y por eso Teresa parece que va a hacer un partido andalucista. Andalucía es la única región de España que aún puede reivindicar una identidad que no es mitológica ni histórica ni geográfica ni racial, y que se basa en su secular sufrimiento. Los terratenientes impidieron su industrialización, Franco la mantuvo como un antiguo Egipto económico y cultural, y el autonomismo la engañó con ese PSOE que la explotó a la vez que la acurrucaba y la halagaba. Así que es eso, una pobreza que parece eterna, y no morerías ridículas ni monedas fenicias en la sangre, lo que aún hace peculiar al andalucismo, un nacionalismo que hasta en su himno se reconoce español y universalista (“sean por Andalucía libres / España y la humanidad”). Blas Infante es verdad que se inventó unos exotismos y unas ensaladas de dátiles bastante amaneradas o risibles, ahí como disfrazado de minarete o de giraldillo, pero sí acertó al definir en el sufrimiento y en la injusticia la identidad andaluza, en hacer de eso la verdadera frontera del andaluz, una frontera interior que llevamos todavía cuando salimos fuera, con mano terrosa y mendrugo simbólico.

Ni la derecha ni las supuestas izquierdas han movido demasiado esa frontera interior de Andalucía y parece que Teresa quiere aprovechar ese vacío. No sé si su nuevo andalucismo se volverá sovietista, o feminista-amazónico, o turolense, o sólo aceitunero de copla, o sólo posibilista y concejalista como pasó con el desaparecido Partido Andalucista. Pero mirando la historia y la política se diría que al andaluz le falta egoísmo para que cuaje siquiera un regionalismo de corte generoso. Teresa, carbonera rebelde, parece empeñada en estar siempre en el lado equivocado, en el lado perdedor. Recuperando el andalucismo y dejando Podemos es posible que haya vuelto a acertar.

Teresa Rodríguez no venía de esos laboratorios universitarios de posmarxismo de alambique, donde el pobre es esférico como en un problema de física escolar. Ella venía de las marchas a Rota, de pisar la carretera hacia la base ya como la cubierta de un portaviones, y de ver al pobre de verdad con su ropa y sus manos de espantapájaros doblado por el sol como los mismos campos de Andalucía. Sin ser ella obrera, venía de esa izquierda clásica mojada en el hollín y en la tierra igual que sus aperos, sin tanta teoría ni tanto gurú. Por lugar y por edad, estaba lejos a la vez de esa nueva izquierda cuántica de Somosaguas y también de esa otra izquierda funcionaria de sus tenderetes que acabó aburguesada por las concejalías de fiestas y los pactos con el PSOE. O sea, que ella se mantuvo antigua y tiznada como una bandolera española, una partisana italiana o una campesina rusa. A IU le criticaba que no tuviera en cuenta a las bases, por eso terminó en Podemos, que parecía que iba a hacer nuevos soviets de gente con bocata y Facebook. Luego se fue viendo que no, Teresa empezó a ser incómoda y a sentirse incómoda, hasta que ha roto con Iglesias para volver a ser otra vez una carbonera rebelde o una andaluza de lata de aceite con bieldo novecentista.

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