Se van a cumplir ochenta y cinco años desde el VII y último congreso  de la Komintern, la Internacional Comunista, celebrado en el Palacio de los Nobles en la afueras de Moscú. “Allí los asambleístas revolucionarios tomaron conocimiento de las tácticas del nuevo antifascismo”, según narra Stephen Koch en su El fin de la inocencia (1994): “A partir de ahora, se debía mimar y abrazar a todos los despreciables  socialfacistas -es decir socialistas- y cooperar con ellos”.

Hasta agosto de 1935 la doctrina soviética tenía férreamente establecido por Lenin desde 1917 un dogma político: los comunistas eran los verdaderos emancipadores de los trabajadores y los socialistas -que se habían salido de su Internacional- eran unos colaboracionistas de la burguesía y por tanto enemigos de clase.

El cambio radical de estrategia, ordenado por Stalin y comunicado en dicho congreso por Dimitrov, dio lugar a la invención del Frente Popular -cuya primera plasmación tuvo lugar en España, meses después- como “caballo de Troya” en palabras públicas de Dimitrov- para conquistar el poder político.

Tal resolución hizo llorar a muchos viejos militantes comunistas que se quedaron asombrados de tal cambio copernicano, aunque no se atrevieron a cuestionarlo para no jugarse la vida. La creación del nuevo concepto político dio lugar además a otro de equivalente éxito: todas las demás -las que no formaran parte del Frente Popular- fuerzas políticas serían a partir de entonces denominadas fascistas y extrema derecha. Además de Koch, es interesante leer la crónica de una participante en aquel congreso de la Komintern,  Babette Grooss, en su libro Willi Münzenberg, Una biografía política (1967).

El despliegue político del relato de la izquierda española es simple y alarmantemente efectivo. Los que se oponen a sus designios no es que sean oponentes políticos, es que son enemigos del pueblo

Con el muy escaso recorrido y fracaso de los frentes populares en España y Francia, la semántica que los acompañaba y que tan claramente separaba “los buenos de los malos” quedó en desuso y felizmente superada por una segmentación política más diversa y matizada: los socialistas, los liberales, los conservadores, lo democratacristianos, los comunistas, los nacionalistas y hasta -más recientemente- los verdes.

Tras seis décadas de abandono de aquella aberrante dicotomía política -frente popular versus fascismo/extrema derecha-, tras las últimas elecciones en España se ha vuelto a poner de moda. Seguramente, casi todos los que la utilizan desde la izquierda no han leído los libros citados ni otros al respecto; simplemente se han apuntado a una tópica simpleza progresista, sin más.

El caso es que un gran número de españoles –probablemente mayoría– que no son ni frentepopulistas ni fascistas ni saben en qué consiste la extrema derecha, han dejado de existir políticamente.

Pero el daño reduccionista causado en la siempre frágil estructura política de la democracia española está hecho: una vez más las opciones se reducen a dos. O eres partidario de la arcadia feliz colectivista, o eres partidario de la negra reacción.

El despliegue político del relato de la izquierda española es simple y alarmantemente efectivo. Los que se oponen a sus designios no es que sean oponentes políticos, es que son enemigos del pueblo, de la solidaridad interpersonal y hasta de la Humanidad en su glorioso camino hacia la utopía igualitaria.

Tal discurso es el que impide cualquier contacto con el Partido Popular, incluso en medio de la crisis más feroz, y el que descalifica de partida cualquier iniciativa que no sea la marcada por las directrices “frentistas”.

En la dialéctica frentepopulista, todo lo que no sea aquiescencia absoluta a tales directrices es un ataque directo y por tanto a reprimir, contra el Bien, encarnado este en las personas que dirigen el gobierno.

Porque en el marco mental frentepopulista, la pugna política se transforma en la eterna lucha entre el Bien y el Mal, los izquierdistas son los cruzados de la causa del Bien, y los demás son, somos, epígonos del maligno a los que hay que combatir permanentemente, como muy bien expresa cada vez que habla Pablo Iglesias.

Si fuésemos un país maduro políticamente, toda esta retórica neorreligiosa sería tomada a broma y las intervenciones de Iglesias o de Sánchez y sus portavoces y “portavozas” provocarían la hilaridad general, pero no es así.

Muchos millones de españoles nos estamos quedando sin lugar político en este terreno de juego marcado por supuestos comunismos y fantasmales fascismos

Ahora que estamos celebrando el centenario de don Benito Pérez Galdós convendría releer las páginas de los Episodios Nacionales para recordar que en España los planteamientos simplistas tienen mucho público y pésimos resultados, y que la clase política debería resistir la tentación de acudir a fórmulas de brocha gorda que solo conducen a la creación de gratuitos enfrentamientos entre los que creen en las soluciones mágicas de uno u otro sesgo.

El trabajo realizado durante la Transición para hacer ver que la política es cuestión de matices, que los grandes cambios requieren acuerdos en lo fundamental, y que la riqueza se adquiere trabajando y con planes a largo plazo, está siendo atacado conscientemente por una generación de políticos que quieren devolvernos a la dialéctica del enfrentamiento y la división a base de estigmatizar a sus oponentes.

La ridícula “España es diferente” del pasado emerge de nuevo con una formulación política inexistente en el resto del mundo civilizado y que debiera avergonzarnos.

Muchos millones de españoles nos estamos quedando sin lugar político en este terreno de juego marcado por supuestos comunismos y fantasmales fascismos. Y no se trata de intervenir en el juego para generar todavía más división. Se trata de decir basta a ese juego insensato.  

Se van a cumplir ochenta y cinco años desde el VII y último congreso  de la Komintern, la Internacional Comunista, celebrado en el Palacio de los Nobles en la afueras de Moscú. “Allí los asambleístas revolucionarios tomaron conocimiento de las tácticas del nuevo antifascismo”, según narra Stephen Koch en su El fin de la inocencia (1994): “A partir de ahora, se debía mimar y abrazar a todos los despreciables  socialfacistas -es decir socialistas- y cooperar con ellos”.

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