Era ella, Yolanda Díaz, nuestra vicepresidenta, vestida de blanco transfiguración, subida al atril del Gobierno como a un algarrobo luminiscente por su presencia: “No juguemos con las cosas de comer. Dejemos la política al margen”, decía sobre el jaleo de la reforma laboral. Yolanda Díaz, nuestra vicepresidenta, resulta que no hace política. Lo suyo es otra cosa, algo así como ciencia, una ciencia de bata y piruleta sentimentales como la de Fernando Simón; una ciencia aplicada a la cocina de puchero de la gente como Ferrán Adriá la aplica a esferificar las flatulencias futuras. A Yolanda Díaz la vimos derritiéndose sobre ella misma en Salvados, que ella se mueve así, derritiendo el trineo de azúcar en el que va, pero ya sabíamos que era cursi y afectada como el ángel con peto de Autopista hacia el cielo. Sin embargo, más importante es lo peligrosa que es esta gente que dice que hay que superar la política para obedecer sólo a lo que le susurran a ella los pajaritos, la Virgen o “la sociedad”.

Yolanda Díaz no hace política, es más, le asquea la política, que es miserable, gritona y se atreve a ponerle peros a sus científicas disposiciones sobre el mundo. “Ahora lo que hay es ruido”, le decía a Gonzo, que parecía la propia Díaz visitando al papa con modestia y cabezada de viuda de estanquero. Díaz se refería sólo al ruido de la oposición, claro, porque en el Gobierno no hay ruido, ni Sánchez funciona sólo con petardeo, ni en la Cataluña de sus socios indepes y de su amiga de ir a la fuente con el cántaro, o sea Ada Colau, se oyen las llamas, los cristales ni el abejeo del totalitarismo. Todo es ruido, en fin, salvo lo que Díaz pone bajo la quesera de su modestia. 

Dejémoslo en que Díaz no hace política, sólo ejecuta una especie de algoritmo supremo o divino para conseguir el mejor de los mundos posibles

Yolanda Díaz no es nada nuevo en política, como tampoco sería nada nuevo en Disney. Ya conocemos por la historia de los autoritarismos que siempre aparece esa figura santurrona o marcial, a veces las dos cosas a la vez, que se presenta señalando que la política se ha podrido, que el poder le ha sido arrebatado al “pueblo” y que sólo ella, fuera del sistema, del pestazo, de los partidos, del “ruido”, puede traer la justicia, la prosperidad, la grandeza o lo que usen como producto principal (siempre hay uno). Lo que pasa es que Yolanda Díaz no hace como Pablo Iglesias, que ya se presentó como mesías en burro, sino que se va a limitar a ir paseando en burro (su modestia) por las televisiones, las entrevistas y ese algarrobal de apariciones marianas que es el atril del Gobierno, hasta que la empujen a ser mesías. “Yo soy una persona bastante humilde”, “soy una mujer que tengo un enorme defecto y es que soy muy trabajadora”, “no quería ser ministra”, “no quiero ser presidenta”... Así va rondando el burrito.

Ah, esa modestia con bordado de roña, con moscas de serón o lacrimal de borriquito o de currante (Díaz se levanta a las 5 de la mañana, antes que los monjes de maitines y azada); esa humildad que, como decían Les Luthiers, “te llenará de orgullo y soberbia”... Además del burrito de la modestia, a Díaz, como a todos los mesías, le ronda un cielo igual que si le rondara un abejorro. En este caso, el cielo es “mejorar la vida de la gente”, algo que sólo quiere ella. Los demás quieren poder, dinero, Jaguars, siquiera pavoneo a lo Albert Rivera, que aún pretende hacer abogacía limpiándose el monograma del maletín. Únicamente Díaz quiere “mejorar la vida de la gente”, mientras los demás quieren putear. Por eso sus decisiones políticas y sus posicionamientos ideológicos no son tal cosa (“dejemos la política al margen”), sino imperativos morales, como el dar de comer (“no juguemos con las cosas de comer”).

Díaz no sólo tiene el burrito y el cazo de sopa de pobre que debe tener un mesías siempre, sino que tiene de su parte una verdad morrocotuda que yo dije antes que era ciencia pero vamos viendo que es más religión. Dejémoslo en que Díaz no hace política, sólo ejecuta una especie de algoritmo supremo o divino para conseguir el mejor de los mundos posibles, y cuyo resultado simplemente sale por su boca como por una de aquellas primeras impresoras ferroviarias, llenas de agujas, agujeros y raíles. No necesitamos política, ni seguramente a ella, que sólo es una mensajera de la Verdad, viene a decirnos. A la vez, es la única mensajera por la que conoceremos esa Verdad, o sea que al final ella no sólo es necesaria sino imprescindible

Yolanda Díaz se aparece y se esconde, nos explica sus planes y se niega a sí misma, pero ya sabemos que “sólo el verdadero Mesías niega su divinidad”, que decían en La vida de Brian. Ese proyecto que no es ella ni es política ni es de los partidos (ella “no tiene partido”); esa “cosa maravillosa” que ella nos descubrió en Salvados que era “la esperanza”, esa buena nueva vieja como el turrón, todo esto, en fin, al final se queda en escuchar o traducir lo que quiere “la sociedad”. Les adelanto que, por supuesto, esa “sociedad” nunca le dirá nada diferente a lo que ella ya piensa, y por ahí distinguimos el truco, que es el de siempre.

No es que no haya gente bondadosa, incluso en la política, ni que la realidad aboque necesariamente al cinismo. Pero nadie realmente bondadoso y modesto va vestido de bondad y de modestia como si fuera vestido de san José de belén. Por eso Yolanda Díaz ya no nos cuadra como ingenua y cursi, sino como sospechosa. Y como peligrosa, claro, como todos los que descubren que lo mejor es saltarse la fea y complicada política y simplificarlo en pacíficos rezos, milagros y dogmas. Ese proyecto que Díaz “no es” y “no quiere” ya está siéndolo innegablemente, y nadie duda de que tanta esperanza, tanta maravilla y tanta modestia de ángel vaporoso y labriego, como los de san Isidro, vayan a terminar en candidatura a la presidencia o al Cielo. Allí se dispone a ir Díaz con peto obrero de Michael Landon, quizá para descubrir que nadie se traga ya ese cuento de fanáticos, como bien saben otros mesías y borriquitos de lo suyo, ya aparcados y trasquilados.

Era ella, Yolanda Díaz, nuestra vicepresidenta, vestida de blanco transfiguración, subida al atril del Gobierno como a un algarrobo luminiscente por su presencia: “No juguemos con las cosas de comer. Dejemos la política al margen”, decía sobre el jaleo de la reforma laboral. Yolanda Díaz, nuestra vicepresidenta, resulta que no hace política. Lo suyo es otra cosa, algo así como ciencia, una ciencia de bata y piruleta sentimentales como la de Fernando Simón; una ciencia aplicada a la cocina de puchero de la gente como Ferrán Adriá la aplica a esferificar las flatulencias futuras. A Yolanda Díaz la vimos derritiéndose sobre ella misma en Salvados, que ella se mueve así, derritiendo el trineo de azúcar en el que va, pero ya sabíamos que era cursi y afectada como el ángel con peto de Autopista hacia el cielo. Sin embargo, más importante es lo peligrosa que es esta gente que dice que hay que superar la política para obedecer sólo a lo que le susurran a ella los pajaritos, la Virgen o “la sociedad”.

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