Es un fenómeno extraño que sucede cuando toca regresar. Sólo lo hace una parte del cuerpo, la otra lo finge pero sigue allí, en el lugar donde el tiempo se paró y la vida se relajó. La fusión en la normalidad se demora días, a veces semanas. La cabeza en la playa, el cuerpo en la oficina. El reencuentro con la vida más rutinaria, gris y desmotivante del día a día debe superar la prueba de los relatos no reclamados de las vacaciones de los compañeros, de las anécdotas interminables del jefe o de la sesión de fotos no solicitada a la que se debe uno someter junto a la máquina de fotocopias.

El reencuentro con el día a día debe superar la prueba de los relatos no reclamados de las vacaciones de los compañeros

En realidad, el proceso empieza casi antes de la marcha. Los de julio se van cuando los de agosto regresan y estos cuando los más tardíos de septiembre ansían con poner fin al suplicio de haber soportado a todos. Ahora les toca a ellos lucir moreno. Regresar de unas vacaciones en septiembre es como subirse en un tren en marcha, a veces a todo trapo. Quizá este año sea uno de alta velocidad con el país en pleno proceso de composición o descomposición parlamentaria, de gobierno o de desgobierno.

Los regresos varían con la edad y con el tiempo. En la infancia el verano parece que nunca termina. Casi tres meses de vacaciones permiten no pensar en volver. Aquellas vueltas a la normalidad tenían el incentivo de un nuevo curso, de descubrir las novedades y de contar a los cuatro vientos lo fantásticas que habían sido aquellas vacaciones.

Con la adolescencia la conciencia y la madurez empiezan a jugar malas pasadas. El final se teme y las cuestiones abiertas, los amores no declarados y los imposibles de perdurar o los miedos al regreso a un lugar quizá hostil incomodan o angustian. En la madurez la cosa cambia, los temores quizá no. Vuelta al cole, al trabajo, puesta al día de la casa… La pereza aflora, pero la responsabilidad pronto la domina imaginando cómo será la próxima escapada.

Quizá nos consuele imaginar que mientras nosotros regresamos en avión, tren o un puñado de horas de coche, miles de ciudadanos marroquíes o subsaharianos cruzan países enteros cargados hasta los topes camino del Estrecho. Eso sí que debe ser duro.

Tampoco los regresos son ya como los de antes. Las vacaciones en bloques mensuales de otros tiempos se han convertido hoy en racimos fragmentados. Una semana ahora, otra en septiembre, los días acumulados en noviembre… Las vacaciones ya no son un lujo de temporada. Hoy se regresa para volverse a marchar. Se vuelve para preparar la próxima salida.

Las vacaciones ya no están reservadas sólo para el verano, la Semana Santa o la Navidad. Incluso en febrero, en abril o en un triste mes de octubre en España se puede encontrar el descanso perfecto y a un precio de eso, de octubre, en cualquier rincón del planeta. El cambio climático ya amenaza con trasladar nuestro verano vacacional a quién sabe si un otoño de veraneo o una primavera estival.

Y no, regresar del pueblo no es lo mismo que hacerlo del Nepal, de New York o de Santo Domingo (el de La Calzada no, el otro). El pueblo tiene ese sabor de lo cotidiano, de lo ya vivido, de la reparación que queda pendiente, de la despedida de la vecina y del hasta luego. Dejar las calles de Londres, Edimburgo o Lisboa es más bien un 'adiós muy buenas', un guardar experiencias en la memoria y el móvil y poner tierra de por medio. Cada vez más las oficinas están llenas de coleccionistas de destinos variopintos, con chequeras asfixiadas (supongo, si no, no me lo explico…) pero repletas de kilómetros, caminatas y vuelos throughout the world.   

Los regresos más duros son, sin duda, los de vuelta a las grandes ciudades. Esa sensación de estar atrapado, de corneta masiva que embotella carreteras y accesos y obliga a cerrar las vacaciones con el sabor amargo de estar encerrado siendo una oveja más de un rebaño gigantesco y sin alma. Ocurre en el Levante, en Madrid, en la Autovía A-8 en Cantabria, en los accesos a Barcelona… Definitivamente, también en esto la España vaciada sale ganando. Esos pueblos que ven el gran regreso como una marcha mortal que volverá a apagar la vida en el pueblo durante los próximos diez meses. Quién sabe si para la mayoría será el último 'hasta el año que viene' que vean sus ojos.

Regresar, en fin, es prepararse para volver a marchar, un día menos para respirar y vivir de verdad.