Hay amargura y revelación en ese paisano con el cubo de fregar y el pañuelo en la cabeza que, de repente, entre el fuego y la arena, como un guerrero del desierto, te dice que “sólo el pueblo salva al pueblo”. El paisano está apostatando del Estado, volviendo a ser sólo alguien que defiende sus hijos, sus rebaños, sus aldeas de adobe o de palafitos, como antes de la civilización. Allí donde al Estado no se le ve, se empieza a dudar de su existencia. O incluso algo más. Yo suelo decir que lo peor de los dioses no es que no existan, sino que, de existir, serían indistinguibles del azar. Al Estado le está pasando algo así. Si no hubiera Estado, el ciudadano volvería a ser tribu y la vida volvería a ser salvaje. Pero si hay un Estado y lo que pasa es que es indistinguible del azar, estamos peor, atrapados entre la obediencia absurda y el caos irremediable.

Si el Estado no llega hasta donde estamos, como los ángeles llegaban antes a nuestros sembrados y a nuestras batallas, el Estado no existe. O quizá existe pero nos ha abandonado y no sabemos por qué, así que nos debatimos entre aceptar su voluntad, intentar recuperar su caprichoso favor y renegar de él, apostatar, quemar sus leyes ridículas y sus iglesias de oro y sándalo, o sea abrazar la antipolítica o el cinismo. El Estado no llega a los fuegos, ni a las inundaciones, ni a asegurarte la electricidad, la radiografía o el tren antes de la noche, de la calcificación o de la muerte; no llega a nada como los dioses, y uno se pregunta dónde está el Estado, si en las nubes o en las montañas, en la Moncloa o en los ayuntamientos de pueblo con arcángel guardián caprino. Bueno, en realidad el Estado sí llega a algo con puntualidad y truenos, a exigirte el tributo, que luego se pierde en velas o manzanas de los dioses.

No vemos al Estado como no vemos a los dioses, sólo a sus sacerdotes, cada uno de un templo y de un ídolo, compitiendo por nuestras almas con cielos e infiernos especulares. Desde el presidente Sánchez, que está en La Mareta como en Castel Gandolfo, en celdas con aguamanil donde reza de reojo para los pintores de corte; o los barones autonómicos, como obispazos con colegiata; desde ellos hasta los directores de Emergencias o Protección Civil como los últimos sacristanejos, entre la escoba y el cirio, todo lo que vemos es el negocio de las almas, no los servicios a las vidas. El Estado no está, como los dioses, sólo se le reza, se le adora, se le espera, se le teme, se le olvida y, de vez en cuando, confundimos un rayo, un pajarillo, un accidente o una casualidad con su retumbante voluntad. Mientras, sus sacerdotes, los políticos, nos están volviendo incrédulos y cínicos con sus simonías, sus bulas y sus santas papadas.

Si no hubiera Estado, el ciudadano volvería a ser tribu y la vida volvería a ser salvaje. Pero si hay un Estado y lo que pasa es que es indistinguible del azar, estamos peor, atrapados entre la obediencia absurda y el caos irremediable

Vamos a tener que apagarnos los incendios nosotros, porque no hay ángeles que lo hagan, y vamos a tener que tomar conciencia de que estamos solos para casi todo, porque lo que llega del Estado, después del lujo y los botafumeiros, apenas parece caridad, folclore o estafa. Uno intenta no ser cínico, pero el triunfo de los cínicos te hace parecer idiota en el otro lado. El caso es que ni se apaga el fuego ni se apaga la política en esta España que lleva ardiendo toda la historia como un tapiz de Goya. Es la política lo que mueve este país que parece que va todavía a vapor, o seguramente ni siquiera lo mueve, sólo lo tiene ahí, parado y sofocado, como una vieja desmotadora. La política lo mueve o lo sostiene todo, pero necesita combustible todo el tiempo, el fuego cuando hay fuego, el agua cuando nos cae agua y el muerto cuando nos brotan los muertos como amapolas. Todo lo consume la política para la política, y para el ciudadano cada vez queda menos, apenas un cielo prometido y bobo que nunca llega.

El ciudadano empieza a apostatar del Estado, lo va empezando a manifestar con su escoba flamígera ante los incendios, con su cubo de lágrimas en las inundaciones, con su radio a pilas en los apagones, con su cantimplora o su escafandra en los trenes, con su silenciosa infección en urgencias… Pero en el fondo es culpa suya, o sea nuestra. Quiero decir que hemos votado a los políticos por venganza, por asco, por pereza, por egoísmo, por joder, por el relato, por la rima, por los trienios, por guapura, por hinchada; los hemos votado a pesar de mantenernos en la miseria y a pesar de que nos robaban, porque eran los nuestros o porque no eran los otros. Los políticos ya no se ocupan de nosotros porque ni nosotros nos ocupamos de nosotros. Si sólo atienden al relato y a la propaganda es porque nos bastan el relato y la propaganda. Pero ahora queremos que nos sirvan en la vida o en la emergencia.

Ahora queremos que los políticos nos salven, y justo cuando está Sánchez, cumbre de la idolatría y la egolatría, el que ha convertido el Estado en mera secta privada, con acólitos y palanganero, con cepillo sagrado y ortodoxia sagrada, con inquisición y marmita, con infalibilidades y martirios. Hasta la de Protección Civil, puesta también por la secta para hacer secta, está quejándose de sufrir un ataque personal, como si alguien supiera quién es ella. La responsabilidad de Sánchez no es que no llegue a los incendios, es que no llega a nada. El Estado es sólo una cúpula en la que él revolotea como un ángel moscón. A su lado, hasta nuestros barones de braserito, patrona y duro de Romanones parecen monjes consagrados a lo público.

Ahora que se nos quema España como el manto de una dolorosa y el Estado no aparece, sacamos nuestra rabia y nuestros tridentes, tiramos piedras al fuego como a un dragón y a la política como a un escaparate. Ahora queremos que la política le sirva al ciudadano cuando nos habíamos conformado con que sirviera a nuestro ego, a nuestro interés o a nuestro desquite. La política es así por una especie de proceso de selección artificial que hemos impulsado nosotros, como el que nos dio las vacas lecheras pero dando esta vez sólo vacas sagradas y políticos incompetentes y chorizos. Ahora no tenemos ni más Estado ni más dios que una vaca intocable y esquelética en la Moncloa, entre la obediencia absurda y el caos irremediable.