Feijóo parece que se ha radicalizado todavía más, hasta llegar al karaoke de jubilados, esa antesala del fascismo como la antesala del bingo. Feijóo, en su cumpleaños, le daba al karaoke o a la orquesta de verbena, ésas que van con manga de piña y maraca de coco, y todo ese muestrario, más la canción elegida, “mi limón, mi limonero”, que a él le quedaba entre El libro de la Selva y Lucas Grijander, ya eran mucha fruta para obviar la broma de la fruta y mucho wagnerismo musical para obviar la ultraderecha. O sea que, al final, el Feijóo radicalizado, con su guerrillerismo de María Jesús y su acordeón y la beligerancia de porrón, no sólo colgó el vídeo del aquelarre fachosférico sino que le puso la guinda hiriente del comentario “me gusta la fruta”. Yo creo que el escándalo ya merece una flotilla o algo, con melenitas, activistas, mimos y cantajuegos. Por el contrario, en el lado correcto de la historia, el Príncipe de la Paz, Sánchez, ejerce la moderación con Bildu, Puigdemont, los altos funcionarios convertidos en esbirros y las fontaneras con guantes de goma y tenazas al rojo hurgando en los bajos de jueces, fiscales y policías.
Feijóo no sólo se ha metido en el pozo negro de la noche fachosférica, con su karaoke del Dúo Dinámico, Manolo Escobar o incluso de Mecano, con su grito de guerra de Paquito el chocolatero, con su asado churruscado de gran huella de carbono (no quiere uno pensar las cosas que habrán pasado en ese cumpleaños, como si hubiera sido un cumpleaños del Fary o de Sergio Ramos). No, Feijóo, además, se ha metido en ese jardín o ese sembrado que no hay que pisar, ese melonar de melones que no hay que abrir, ese festival, cornucopia o profusión de la fruta y otros goces carnosos o metafóricos. La verdad es que Feijóo no tiene buenos asesores de metáforas, que ya han visto a Tellado con lo de “cavar la fosa”. Ahora que la política es sólo relato, literatura, yo creo que lo que les hace falta no son economistas, ingenieros ni agrimensores, sino poetas. De todas formas, uno diría que el pecado de una mala metáfora tampoco debería sobrepasar el ámbito metafórico, mientras que el pecado de la corrupción política e institucional sí merece las galeras democráticas. Sánchez es ese aprendiz de autócrata que cree que puede destrozar todos los fundamentos del Estado de derecho mientras no deje de presentarse como un pastorcillo de Belén, por supuesto no judío sino palestino.
La verdad es que las buenas maneras, en la vida y en la mesa, con sus mil reverencias y sus mil tenedores, son un lujo que no se puede permitir el que pasa hambre, el que está ahí para sobrevivir, no para tomar la sopa de aire y el ponche de espejos que se toman algunos en los altos saraos. Pero el primero que no se permite nada de esto, que no se lo quiere permitir, que no se lo puede permitir, es Sánchez. Con el insulto, a Sánchez le pasa lo mismo que con el bulo, que lo usa como arma y como acusación a la vez. Empezó llamando indecente a Rajoy, luego ha llamado corrupto a cualquiera que se le cruzara en la actualidad, aunque fuera bulo o aunque la justicia le diera carpetazo, del hermano de Ayuso (origen de la moda frutal) a la mujer de Feijóo (“y más, y más”, decía Sánchez dándole con la mano como al molinillo de su cara dura). Sánchez puede insultar, pero hablando suavecito; o puede insultar en cualquier tono, pero desde el lado correcto de la historia. Para el sanchismo nunca es el qué sino el quién, y es así porque su fundamento es justo que no hay reglas aplicables a todos, o sea que no hay ley, sólo poder. Incluso poder para insultar o para hacer un churro de metáfora, quizá no con fosas o frutas pero sí con cosas calentitas en la España que arde como una corona de espinas que arde.
El Feijóo radicalizado le da al karaoke y al Trinaranjus, le da a la garrapiñada y a la cucaña, le da al limón o al medio limón, le da a la guasa de porrón o le da al porrón sin guasa. Por el contrario, el Príncipe de la Paz, Sánchez, sólo le da al bulo peludo, a la fontanería basta, a la ocupación institucional y a los jueces fachosféricos y cucaracheros (él habla de una “minoría” pero en realidad se refiere a una totalidad: ni más ni menos que a todos los que estén investigando la corrupción que lo rodea, ya como hiedra sobre un túmulo). El Feijóo radicalizado llama fruta a la fruta, y corrupción a la corrupción, e inmigrantes ilegales a los inmigrantes ilegales, y prostíbulos a los prostíbulos, y a lo demás no sabe muy bien qué llamarlo porque eso de decidirse le cuesta trabajo, como sabemos. Al otro lado, el Príncipe de la Paz, Sánchez, llama ultras a los conservadores o a los liberales, y progresistas a los indepes, y política a la mafia, y prevaricadores a los jueces que le miran debajo del chiringuito y del Peugeot. Yo creo que el PP aún no entiende lo que es el talante, algo que reinventó Zapatero a la vez que el guerracivilismo justo para esto que está sublimando Sánchez.
No va a abundar uno ahora en lo que decía Pablo Iglesias, eso de que había que naturalizar el insulto en política, y que ya glosé en su día. Pero la verdad es que, si la política ya sólo es literatura, sólo nos queda esperar que sea buena literatura, y que la metáfora se saque como un espadín de Quevedo o de Góngora, no como un tomatazo o un boñigazo. La política no debería ser insulto, pero lo es. Ni siquiera debería ser sólo literatura, pero lo es. La política debería ser muchas cosas que no es, y debería no ser la mayoría de lo que es. Eso sí, exigir modales en medio de su cena de gañanes y ladrones es mucho más cínico que responder a un insulto con otro mejor o peor, o a una metáfora con otra mejor o peor.