A los Napoleones de Francia les roban las alhajas de momia del Louvre o los meten en la única cárcel real, histórica y teatral que queda dentro de París, La Santé (en las Tullerías o en la Bastilla, donde los revolucionarios encontraron siete prisioneros pero un símbolo inmortal, hace mucho que sólo penan musicales y películas). Después de que unos ladrones con chaleco amarillo y piruleta de paso de cebra se hayan llevado las joyas de Eugenia de Montijo, que se ataba las trenzas y la cintura con maromas de diamante como una figura de constelación, Sarkozy, el pequeño Napoleón, ha entrado en la cárcel con gabán de galán y cantando una aria con Carla Bruni. Está Francia entre Lupin y La bohème, entre Los miserables y Dan Brown, entre Dumas y Dumas y entre Dickens y el bello Sacha. Parece que se les derrumba el Imperio, no consiguen mantener un gobierno ni un icono desde que casi se les quema Notre Dame, la catedral con hechura y leyenda casi paganas (dicen que la fachada es asimétrica para confundir al Diablo). Francia parece ingobernable o saqueada, pero un presidente que termina en la cárcel es República, mientras que uno que se cree intocable es sólo principado.
Vemos augurios en los cielos y los imperios, cuando arden sus arbotantes, sus oros y sus figurines, pero los augurios son todos inventos del miedo, casi siempre interesados, como encuestas de Tezanos. El robo del Louvre tampoco es el saqueo de Roma, que la verdad es que fue saqueada muchas veces, ni el paseíllo bohemio de Sarkozy, como en barquita, es el paseíllo de María Antonieta. Lo que ocurre es que ni el Louvre ni los políticos son sagrados, y alguien con escalera y gorra de lampista se puede llevar los moños de las emperatrices, como acericos de piedras preciosas, y alguien que financia sus campañas o sus alzas ilegalmente puede ir a la cárcel, aunque entre en el trullo marcándose un baile de Un americano en París. Hay símbolos que hacen pensar en la decadencia, pero la decadencia es mucho más que los símbolos. Lo significativo no es que roben el Louvre, protegido por plexiglás y cordoncillos, sino que Francia pueda ser realmente ingobernable. Y lo preocupante no es que un expresidente entre en la cárcel, sino que sea intocable.
Aquí no se nos queman las catedrales como galeones, aunque sí se nos queman los bosques como tapices y los trenes como anafes. Aquí no nos han robado una menina, llevándosela con el miriñaque como en tacataca, pero se han llevado chistorras y se han calentado putas alrededor de lo público. Aquí aún no tenemos a un expresidente escribiendo sus cartas de amor desde la cárcel, pero tenemos a un presidente (y a una tropa que lo sigue y defiende) que cree que aplicarle la ley a él, a los suyos o a sus socios es una persecución maligna (hay que imaginarse una persecución del cardenal Richelieu y su guardia negra de jueces, con muceta de bebé pero bigotes como lazos de una espada con cazoleta calada). Lo de Francia llama a hablar de decadencia, y eso que Francia siempre ha sido decadente, pero la decadencia no viene por una anécdota o un símbolo, ni siquiera que ya roben en el Louvre como en el Primark. La decadencia viene cuando nos damos cuenta de que el Estado no funciona, no un día en un museo o en una estación museística, de ésas de las que hay tantas aquí, sino en sus principios, en sus fundamentos, o sea que no funciona en ninguna parte.
En Francia roban una joya pesada y colgante como un ancla o un racimo, pero aquí nos roban lo público.
Me refiero no ya a que roben dinero público, en chistorras rojas como pólizas, en mordidas, en adjudicaciones o en enchufes, sino a que roben el propio concepto de lo público, de lo común, que es como si robaran en el Louvre aleonado pero desatendido de la democracia. En Francia entra un presidente en la cárcel y parece un melodrama o quizá una comedia, pero aquí si se investiga al presidente lo que parece es una blasfemia. Y es así no porque se nos hayan colado un par de golfos por los ministerios, vestidos de encalador o de fontanero, o alguno en la misma Moncloa, vestido de titi parisien. No, es así porque nos han robado la democracia como a las emperatrices francesas les han robado las coronas, llenas de churros y espitas como una escafandra de buzo, o el fajín duro, teológico, aparatoso y cruel como un cinturón de castidad.
Diría que sólo nos queda Francia, después de que Estados Unidos haya caído en la antirrepública aterradora de un rey atómico e infantiloide, así que mejor que aguante. En Francia roban joyas como roban corazones, que tampoco es para tanto, y se encarcelan presidentes como aquí se han encarcelado ministrones, empresariones y hasta un cuñado del rey, algo que lejos de escandalizarnos nos tranquiliza. El problema de Francia es que se vuelve ingobernable, pero por lo menos el imperio de la ley aún llega al Elíseo. Aquí ni siquiera hay que llegar a ser ingobernables, porque nuestro Gobierno ha renunciado a gobernar, y además el imperio de la ley es sólo fachosfera, así que hemos adelantado a Francia en todos sus desastres.
Nuestras joyas tordesillanas y nuestros pillos de Velázquez están en su sitio todavía, aunque nos ha desaparecido algo de chistorra y algo de oro rosa de la Jesi. Más importante es que tenemos no sólo un presidente intocable o inamovible sino una estructura iliberal intocable o inamovible a su alrededor. Nosotros sí que hemos llegado a la decadencia total, en Francia apenas andan con sus suspiros cursis o fetichistas de siempre, por el collar de la reina o el zapato de la amante, o por otro Napoleón grande o pequeño que les defraudó. En Francia, por lo menos, se dan cuenta si les faltan joyas o si les sobra un Napoleón.
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