La derecha jamás tuvo la calle, ni siquiera cuando tuvo el Gobierno y mayorías absolutas como domingos de los toros. Feijóo, que apenas tiene nada, poco más que una herencia que no llega y que lo envejece más que los años, como al príncipe Carlos, no sé si lo sabía pero lo está viendo ahora, cuando le contrarrestan las expectativas activando el manifestódromo igual que se activa un zafarrancho marinero. Tener la calle no es tener su propiedad, ni a los guardias de tráfico, ni las glorietas con nombres de artilleros y aviadores, sino esa capacidad para, con una sola orden política, llenarla de tu gente inmediata y un poco antinaturalmente, como si se alfombrara (esa cosa de estampado que tienen las manifestaciones, con su regularidad geométrica y cromática). En realidad la izquierda tampoco tiene la calle, sino que tiene chiringuitos, enchufados, mandados, moscones, meritorios, sorbesopas, gamberros y fiesteros a la orden, además de algún que otro concienciado de verdad y algún que otro concienciado despistado, que ha confundido la víctima, el culpable, el héroe, el eslogan o la fecha.
Las manifestaciones, la verdad, casi nunca son espontáneas, salvo excepciones históricas. Las manifestaciones son actos de partido llevados a la zarzuela o la romería, y su éxito o fracaso no significan más que se han organizado, promocionado, cuidado o pagado mejor o peor, o sea la manifestación, Doña Francisquita o el traslado de una Virgen orogénica o canastera. Es difícil saber qué quiere el pueblo, así, al peso, ni siquiera cuando ponen las urnas, que apenas pueden elegir entre unas cuantas siglas, como si la democracia fuera una especie de balbuceo. Pero, desde luego, miles o cientos de miles de españoles que salen para decir lo mismo no es algo ni espontáneo, ni natural, ni siquiera español, que ya es difícil encontrar a dos que piensen lo mismo acodados en la barra, frente al chato ya ferruginoso. A la calle no sale el pueblo, sale el que sale, dejando en su casa o en la terraza una mayoría silenciosa o perezosa o ambigua o resabiada o realmente en contra de lo que dice el que ha salido a la calle. Salir a la calle no hace pueblo ni da la razón (ni siquiera la mayoría da la razón, menos los que han salido en una conga o después de un silbatazo). Las manifestaciones, como el tertuliano, son otro instrumento de propaganda política. Así que, salvo las verdaderamente históricas (23-F, Miguel Ángel Blanco), yo las miro poco, apenas como esas fiestas de la trashumancia que llenan la calle de Alcalá de ovejas zurbaranescas indistinguibles de ángeles zurbaranescos.
A Feijóo le han sacado el manifestódromo, que es esa mantelería que tiene la izquierda para las ocasiones, sean festivas, luctuosas, reivindicativas, justicieras, folclóricas o, simplemente, convenientes. No es que la derecha no pueda convocar una manifa, pero es que les quedan como agotadoras, como convocar una olimpiada de monjas o estatuas, que no se puede repetir hasta después de mucho, hasta que se recuperen las monjas sedentes y los héroes ecuestres, hasta que se terminen las lentas y pesadas coladas de tocas, banderas y mármol. Pero para la izquierda es como deporte, el deporte de todos los domingos, o como trabajo, el trabajo de todos los días. Primero, está la historia, la concepción del poder de abajo arriba o de arriba abajo (la derecha siempre ha estado mirando desde arriba, desde el balcón, cerrando las puertas y cajones y mandando a los guardias). Después, está el entrenamiento de tener que salir a la calle porque es la única manera de que te escuchen (la derecha ya tenía a los curas y a los columnistas de servilletón). Y luego, está la cuestión de la inversión. O sea, que la izquierda no es que tenga ahora más gente, sólo ha invertido más en el manifestante, como el que invierte en el futbolista alevín.
La izquierda profesionales, gente que trabaja en la manifestación como en el Catastro, que ha practicado las manifestaciones como cargas con bayoneta y las consignas como el Mesías de Händel, o al menos entrena la manifestación como la media maratón"
A Feijóo le han sacado el manifestódromo como la garrota, que tampoco importa mucho si uno tiene o no razón, o si el tema es importante o chorra, cuando se saca la garrota. Y la garrota requiere profesionalidad, como el soplete. A la derecha, por ejemplo, no le salen bien las manifestaciones porque hay mucho aficionado, mucho diletante, mucha señora que se nota que ha salido con el zorro en el cuello igual que cualquier día, al sol como de Candanchú de la plaza de Colón. La izquierda, sin embargo, tiene profesionales, gente que trabaja en la manifestación como en el Catastro, que ha practicado las manifestaciones como cargas con bayoneta y las consignas como el Mesías de Händel, o al menos entrena la manifestación como la media maratón, para luego salir con el pañuelito de Marinaleda o el pelo morado como quien sale con yelmo y guantelete. El tema es lo de menos (Gaza y el perro Excalibur pueden compartir escala), es más importante y el momento ahora es el de un Sánchez que ha pasado del tumbao de los guapos a la tumba fisiológica, faraónica o política (sería glorioso que la puntilla se la diera Puigdemont, shakesperianamente).
La izquierda no tiene la calle, ni siquiera tiene ahora la mayoría. Lo que tiene son asociaciones, peñas, sindicatos, agrupaciones locales, barracas, animadores, reclutadores, apostolados, dolientes y aguardantes, todos a la orden. La derecha, sin embargo, no invierte en colonización ni en seducción (a quién van a seducir Feijóo o Bendodo), no invierte en asociacionistas de silbato flojo, en abajofirmantes de pluma meona, en sindicalistas de escapulario, en culturetas de bufanda jónica, en esbirros de farola ni en esbirros de palacio. O sea, no invierte en guerra callejera, así que no puede esperar ganar las guerras callejeras, ni rebatirlas siquiera. Pero no hablemos de guerras, cuando está Pablo Iglesias ofreciéndose a “reventar a la derecha” con su boxeo de sombra huidiza y de puñito flojo, como un guante de ceniza. Digamos mejor que las manifestaciones son espectáculo, que requieren una producción, una inversión, una planificación, una movilización y un público como para Ben Hur. Y el PP de Feijóo no está para espectáculos. Apenas está para esperar la herencia, que sería glorioso, shakesperiano, que se la entregara Puigdemont.