Vivimos en una sociedad edificada sobre una idea que parecía indiscutible: el conocimiento es lo que nos diferencia. Saber más, responder mejor, tener experiencia. La sociedad —y las empresas— nos premian por eso: porque damos las mejores respuestas.

Pero la llegada de la inteligencia artificial ha dado un giro copernicano a este paradigma. Hoy, el conocimiento y la experiencia ya no son exclusivos del ser humano: están embebidos en los modelos de IA con una profundidad y una velocidad imposibles para cualquier individuo. Lo que empieza a distinguirnos no es lo que respondemos, sino qué y cómo preguntamos.

De la respuesta a la pregunta

La IA está mutando ya la definición de nuestro valor diferencial: Las máquinas responden; los humanos debemos formular las preguntas correctas. Las empresas que sigan premiando a quienes “saben mucho” y no a quienes “piensan distinto” se quedarán atrás.

Este nuevo paradigma implica transformar tres pilares:

  • Las capacidades: menos erudición, más creatividad, criterio y pensamiento crítico. Saber cuestionarse las cosas, tener ideas y disponer de sentido crítico y de los soft skills adecuados pasarán a convertirse en competencias clave en las empresas y en la sociedad.
  • Los perfiles cada vez menos especialistas que repiten tareas o solo acumulan conocimientos irán dando paso a más mentes que reformulan, replantean y analizan las preguntas y las respuestas si bien la ciencia, el desarrollo tecnológico y otras industrias obviamente seguirán requiriendo de perfiles de gran especialización.
  • Con esta transformación todo el modelo formativo requiere ya de una profunda revisión para enseñar a preguntar, no solo a contestar.

Según McKinsey, la IA generativa podría añadir entre 2,6 y 4,4 billones de dólares a la economía global. Pero ese valor se logrará solo si los humanos aprenden a usarla y guiarla, no a competir con ella.

Como consecuencia de esta transformación, el impacto laboral que casi nadie quiere verbalizar aún. Sí, la IA va a transformar el empleo, y en especial a los trabajadores del conocimiento a diferencia de la revolución industrial que transformó el trabajo manual. Ya lo hace en industrias como el software, la consultoría o la abogacía, y pronto lo hará en la medicina, la arquitectura o la administración pública.

El informe AI Jobs Barometer 2024 de PwC muestra que los empleos ligados a IA crecen 3,5 veces más rápido que el resto. Y un estudio europeo advierte que dos tercios de los trabajos están expuestos a algún grado de automatización.

Esto no solo generará importantes eficiencias empresariales sino que planteará un gran reto social y generacional. Los jóvenes entrarán en un mercado donde competirán no con otros recién titulados, sino con sistemas de IA más productivos y baratos. La “primera experiencia laboral” puede desaparecer tal como la conocemos. Pero la transformación afectará a muchos trabajadores consolidados de otras generaciones basados simplemente en la aplicación de rutinas, acciones repetitivas, procedimientos o conocimientos básicos pues muchos de ellos podrán ser reemplazados por agentes de inteligencia artificial. La sociedad debe prepararse y anticiparse para convivir con este cambio ya imparable. El desempleo estructural de personas con difícil reciclaje o colocación, la expansión de ingreso mínimo vital y el replanteamiento de los modelos impositivos desde las rentas personales hacia las rentas empresariales son reflexiones obligadas en este contexto.

Los gobiernos y las empresas que no lo vean se engañan: su modelo de aprendizaje interno, sus estructuras organizativas y sus políticas de incorporación de talento están quedando obsoletas, tanto como nuestros modelos de previsión social e impositivos en el mundo de la adopción masiva de la IA. El momento de hacer la reflexión es ahora y la solución no es la limitación, el control y la prohibición con más regulación que frene la adopción de la IA  sino la transformación profunda de nuestros modelos de gestión y empleo.

Entre la eficiencia y la distopía

En las películas de ciencia ficción, la IA y la robótica han reemplazado al trabajador humano y la democracia se desvanece entre algoritmos. No estamos ahí —todavía—, pero el riesgo no es fantasía: cuando el conocimiento pertenece a quien controla la IA, el poder también cambia de manos.

Si la empresa no redefine su sentido del trabajo y su responsabilidad social, acabará formando parte de un sistema en el que la tecnología decide, la persona supervisa y el ciudadano obedece. Las empresas y los gobiernos viven dos verdades incómodas que ya no pueden ocultar:

1. El valor ya no sólo está en saber responder, sino cada vez más en saber preguntar.

2. El trabajo del conocimiento está cambiando y exige redefinir la formación, la incorporación de los jóvenes y el sentido mismo del talento.

Ignorarlo es suicida. No se trata de resistir a la IA, sino de reaprender a ser humanos en un mundo donde las respuestas ya las dan las máquinas.