Cuarenta y siete años después de que la Constitución proclamara que todos los ciudadanos somos “libres e iguales”, la frase sigue teniendo la contundencia de un ideal fundacional y, al mismo tiempo, la fragilidad de una promesa incumplida. 

Para quienes llevamos décadas trabajando por la igualdad efectiva de las mujeres –en instituciones, empresas y sociedad civil–, la sensación es doble: hemos avanzado más de lo que nunca hubiera imaginado una española de 1978 y, sin embargo, hemos retrocedido en aspectos que deberían estar superados hace tiempo. 

Avances reales, sí; retrocesos intolerables, también. Y lo más inquietante: no por inercia o por resistencia social, sino por una utilización perversa del feminismo como herramienta partidista.

Porque la igualdad, cuando se convierte en propaganda, deja de ser igualdad. Y la libertad, cuando se invoca para justificar la manipulación, la censura o la tutela ideológica, deja de ser libertad.

Esa es la degradación que en los últimos años ha contaminado el espacio público español: un relato oficial que presume de feminismo mientras lo vacía por dentro. El resultado es un paisaje lleno de “mujeres florero”, convertidas en decorado institucional; “cuidadoras” que sostienen discursos ajenos con obediencia debida; “limpiadoras” de los excesos del poder; “plañideras” de diseño que lloran cuando conviene a la causa del líder. Todo ello, cuidadosamente empaquetado para aparentar diversidad y justicia social.

Pero la realidad corre por debajo del atrezo. Las brechas salariales y la precariedad laboral persisten; la maternidad continúa penalizando carreras profesionales; la cifra de altas ejecutivas en empresas retrocede; el trabajo en el hogar y los cuidados recaen, casi en exclusiva, sobre las mujeres; y la violencia persiste, muta, se oculta y reaparece en nuevas formas que la legislación vigente no sabe —o no quiere— abordar. 

Uno de los ejemplos más claros de este secuestro conceptual la evidencia el propio Gobierno de Pedro Sánchez: basta revisar la composición y el comportamiento de ministerios, portavocías, organismos y, desde luego, medios de comunicación disciplinadamente alineados. No se buscan mujeres libres y capaces (y no será porque no las haya, y bien conocidas, en el espectro socialista), sino a mujeres dúctiles y dispuestas a asumir el papel asignado. El pacto no escrito es simple: visibilidad y poder simbólico a cambio de fidelidad absoluta. Una vuelta al viejo paternalismo, esta vez en versión progresista y con estética contemporánea.

Se premia la adhesión, no la solvencia; el sectarismo, no la competencia; la obediencia narrativa, no la solvencia profesional. Y en esa dinámica se ha perdido lo más valioso del feminismo democrático: la posibilidad de disentir sin ser excomulgada. Poder pensar sin permiso y ejercer la libertad individual sin etiquetas tutelares.

España necesita un debate honesto sobre su modelo de igualdad, no un simulacro. Instituciones serias, políticas públicas basadas en evidencia, y, por encima de todo, recuperar el vínculo inseparable entre igualdad y libertad.

Este vínculo se vuelve especialmente visible en un ámbito que debería avergonzarnos como país: la violencia contra las mujeres. Nuestra legislación actual nació con un espíritu que parecía justo, pero se quedó corta. Sobre todo, porque no ha asumido –como nos exige el Convenio de Estambul– que la violencia contra la mujer no es solo la que ocurre dentro de la pareja. Es también la sexual, la económica, la institucional, la social, la digital, la que se ejerce desde entornos laborales o comunitarios, la que no encaja en moldes burocráticos ni en estadísticas diseñadas para otros tiempos.

La ley vigente no protege como debería y, además, como punto de partida discrimina a la mitad de la población, sin siquiera una justificación de eficiencia en mejora de resultados.

No reconoce todas las formas de agresión; no garantiza recursos estables y dignos; no asegura acompañamiento jurídico eficaz; no prevé evaluación independiente; no corrige las enormes desigualdades territoriales. Es una ley insuficiente y agotada. Lo urgente, lo serio, lo responsable, es una nueva ley integral para la eliminación de la violencia contra la mujer, como describe y tipifica Naciones Unidas.

Esta reforma no es solo un imperativo de justicia. Es una condición previa. Porque nada anula tanto la libertad como el miedo; y nada degrada tanto la igualdad como la violencia impune. La igualdad no es una bandera ni una identidad; es una condición para que la democracia exista. Y la libertad es nuestra materia prima como ciudadanos. No se mendiga, no se delega, no se entrega.

Por eso, en este aniversario constitucional, para mí la pregunta no es si nuestra Carta Magna sigue vigente, porque lo está. La pregunta es por qué hemos permitido que la promesa fundamental que encierra –ser libres e iguales– haya sido desfigurada, puesta en cuestión, usada como arma política. Los españoles merecemos recuperar la garantía de que esa promesa sigue vigente, comprometida por las instituciones y protegida por los políticos y las leyes que están a nuestro servicio como ciudadanos.

La promesa continúa ahí, intacta bajo las capas de ruido. No está perdida. Está secuestrada. Y toca liberarla.


Beatriz Becerra es psicóloga, escritora y doctora en Derecho, Gobierno y Políticas Públicas. Ha sido alta ejecutiva y eurodiputada y vicepresidenta de la subcomisión de Derechos Humanos del Parlamento Europeo (2014-2019) y es actualmente vicepresidenta y cofundadora de España Mejor.