Quizá Plácido Domingo sea culpable o quizá no. Sólo el don de la omnisciencia permitiría aclarar esta cuestión, pero, como no es propio de los mortales, lo suyo sería aplicar la prudencia y el escepticismo hacia todas las versiones de este caso. Ciertamente, no suelen ser estas dos las virtudes más abundantes en la sociedad en la que la picadora de carne necesita materia prima casi a diario para satisfacer las necesidades de su clientela, de ahí que el tenor haya recibido la muerte civil antes de que las acusadoras pudieran probar nada ni él demostrar su inocencia. Los más hipócritas le han golpeado con una fingida sutileza. El resto, con la voracidad con la que actúa la masa cuando recibe los mensajes contaminados. El resultado, en cualquiera de los casos, es el mismo.

El cantante español comunicaba hace unas horas su renuncia a mantenerse como director de la Ópera de Los Ángeles ante la “atmósfera” creada por las acusaciones de acoso que ha recibido en las últimas semanas. Una parte de ellas, por cierto, de forma anónima, lo que puede deberse al temor de las mujeres a sufrir represalias profesionales; o a que nadie quiere ser sospechoso de participar en una acción coordinada, sea legítima o no. El asunto puede incluso tener otra explicación. Nada está claro, pero ocurre que quienes acostumbran a hacer juicios sumarísimos con algo tan voluble como la sospecha se han apresurado a respaldar sin ningún género de dudas a las presuntas víctimas o a matar a Domingo. A poner la daga en la mano de Otelo.

Asusta pensar que una parte de los ciudadanos considere que los testimonios son suficientes para condenar a alguien, obviando que, en muchas ocasiones, los espejismos suelen ser traicioneros. Cualquiera puede ser acusado de un delito que no ha cometido, del mismo modo que alguien puede confesar un crimen del que no es culpable. Los senadores romanos difundieron múltiples bulos sobre Tiberio porque los menospreciaba. Dijeron que era pedófilo y así lo escribió Suetonio, pero, a tenor de la mala relación del emperador con unos cuantos ilustres, quizá convendría porfiar de la afirmación, sea cierta o no.

Asusta pensar que una parte de los ciudadanos considere que los testimonios son suficientes para condenar a alguien, obviando que, en muchas ocasiones, los espejismos suelen ser traicioneros.

Quizá en un momento en el que el movimiento #MeToo se encuentra en plena ebullición, haya que tomar precauciones antes de considerar como verdades absolutas las declaraciones de quienes señalan con el dedo a su supuesto acosador. Esta corriente puede ser una buena herramienta para disipar el temor de quienes han vivido asustadas, pero también un arma especialmente peligrosa en las manos inadecuadas. Quizá, en este contexto, habría que exigir también algo más a Associated Press -que publicó las denuncias contra Domingo-, pues cuando se realizan acusaciones de este tipo en este momento histórico, habría que acompañarlas de pruebas para evitar la tentación, ahora y en el futuro, de que quienes persiguen fines espurios recurran a los medios para ajustar cuentas con un enemigo.

Juicios mediáticos

Los juicios populares no son nuevos, del mismo modo que tampoco lo son los mediáticos. Ahora bien, los altavoces con los que cuentan quienes los promueven son hoy más potentes que nunca, lo que ha provocado que terminar con la reputación de los señalados –se haya probado o no su culpabilidad- sea bastante sencillo. El problema es que no hace falta haber cometido ningún ilícito para ser señalado. Ni siquiera estar previamente bajo la sombra de la duda. El terreno es tan resbaladizo que basta un desliz o una opinión sincera para ser víctima de uno de estos linchamientos. Hace unos años, un grupo de artistas fue acusado de abusar de niños en un pub sevillano. Todos eran inocentes, pero no fueron muchos quienes aplicaron la prudencia en el caso. A fin de cuentas, la racionalidad no suele ser un buen alimento para la masa; y, en los casos truculentos con potencial mediático, tampoco para la cuenta de resultados de estas empresas.

La racionalidad no suele ser un buen alimento para la masa; y, en los casos truculentos con potencial mediático, tampoco para la cuenta de resultados de estas empresas.

También es reprobable el hecho de callar a la artista por lo que suceda en su vida personal, sea lo que sea. Es cierto que en el caso de Domingo los hechos de los que le acusan presuntamente sucedieron entre bambalinas. Pero nadie los ha probado ni mucho menos juzgado, lo cual convierte en pueril la actitud que han demostrado algunas de las instituciones a las que el tenor ha ayudado a brillar. En cualquier caso, cercano está el caso de Woody Allen, quien nunca ha sido condenado por las tropelías que le atribuyen, pero quien ha pagado y paga un peaje profesional por esta razón.

El filtro de los medios es cada vez más permeable a la presión popular; y la fuerza que se ejerce desde la opinión pública cada vez es mayor. De momento, nadie ha demostrado que Plácido Domingo sea culpable ni que las acusaciones –sin pruebas- sean falsas. Pero el problema no es ése. En realidad, el problema es que cada vez es mayor la probabilidad de que a alguien le ocurra como a Josef K., el protagonista de El Proceso, de Kafka. Que se levante una mañana y tenga que deducir que ha sido calumniado, pues va a ser apresado y juzgado y no sabe muy bien el porqué.