Antes de la medianoche, el contador de la web de uno de los transatlánticos de la información en España -www.elmundo.es- registraba más entradas en Morante que en Alcaraz; después de la medianoche, en Ventas, seguía resonando a pleno pulmón el ¡¡José Antoniooo, Morante de la Puebla!!.
De la tecnología a la calle, todo purita realidad contrastada; un clamor.
¿Por qué ha estado Morante de la Puebla histórico, cumbre en esta corrida de la Beneficencia?
Cuando penaba por horas lánguidas, sabido por el boca a boca, Morante soltó aquello de que no quería hacer lo que fuera por "las cosas de las cosas". A mí esa anécdota me la contó Pepe Sáez a raíz del rechazo en el callejón de Sanlúcar a los requerimientos de un periodista local. Con el paso del tiempo, Las cosas de las cosas ha adquirido título de serie.
Convengamos en algo más terrenal; no hago lo que sea porque no me da la real gana, las cosas de las cosas.
La cuestión cambia cuando hay que explicar todo lo que nos está regalando, preferiblemente en estas últimas cinco temporadas, en el ruedo. Cuando hemos sabido, además, desde este invierno, en un entrevistón en Abc de Sevilla -que no es lo mismo que en un plató de televisión en prime time a tanto- lo que pasa por su cabeza. Nunca -es importante el nunca-, nunca lo ha hecho Morante para dar pena. Tiene una enfermedad y la contó al detalle de una; antes y después de esa confesión -de largo, la mejor película taurina real como la vida misma del año-, ha toreado para caerse desmayado. "Es una enfermedad compleja, triste y dolorosa", confesó a Bayort, y a partir de ahí un inédito caudal de sentimientos revelados.
Hace sólo tres meses.
Y ahora, de verdad, que ya se ha acabado San Isidro, hay que pellizcarse para comprobar que lo que estamos viviendo es cierto. Hemos perdido la cuenta de los toros que lleva cuajados este año. Por eso, cuando se enroscó este memorable domingo con la mano izquierda al cuarto juampedro de Beneficencia saltamos del asiento instintivamente.
El no va más.
Lo ha vuelto a hacer. Morantito, con 37 grados al sol, 45 años de edad y desde los 17 como matador de toros, después de tener una oreja y de, aparentemente, no creer en ese toro, va y se pone de frente, se echa la muleta a la izquierda y le pega una tanda de naturales que cruje hasta en París, como se demostró horas después.
Cuando me enseñaron de vuelta a casa los vídeos de la chavalería que se echó al ruedo, el "histórico" resonaba en las declaraciones al micrófono cual consigna. Histórico lleva aparejado el cumbre, pero sólo la reiteración de ambos términos da idea de lo que acaba de suceder: Morante había inmortalizado una tanda de naturales imposibles a un toro en el que nadie creía.
No sé cuántos habanos recolectó el Genio en sus vueltas al ruedo de arrastre lentísimo, que dirían en Méjico. Nada dejó al azar, se los guardaba como si le fuera la vida. Y venga a devolver sombreros y tocados de corte variado, del cordobés al pontificio. Pero los habanos se quedaban a buen resguardo.
Cuando el presidente accedió a la abrumadora petición de la oreja en el cuarto que le abría la Puerta Grande tras estocada defectuosa -según la crónica antigua, e incluso la moderna-, José Antonio se echó en los brazos de Juan Carlos, mozo de espadas, y de Pedro Marqués, mucho más que su apoderado en este peregrinar por las tinieblas.
Después, mientras Adrián toreaba, en el callejón Morante no se desprendía del puro en la mano derecha, pendiente de la lidia pero dibujando volutas en el paraíso. La Puerta Grande estaba en la buchaca.
Ya es sabido que después fue también memorablemente llevado hasta el Wellington -enorme su cerveza de barril del bar inglés, muy, muy recomendable-, desde donde se asomó para bendecir a los que desde abajo le aclamaban, aparentemente en batín de seda.
Las cosas que está haciendo este torero -todas esas cosas de las cosas- no son normales.
Y nosotros que las estamos viendo.
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