Cádiz cumple hoy una década de convivencia con la última gran aportación a su horizonte: el Puente de la Constitución de 1812. Esta magnífica costura de acero y hormigón, que revolucionó las comunicaciones de la tacita de plata con su entorno, fue inaugurado un 24 de septiembre de 2015 con fanfarria de modernidad y vocación de "hito mundial de la ingeniería". Diez años después, el Ministerio de Transportes insiste en esa etiqueta de obra ejemplar, y no le falta razón: es el puente atirantado más ambicioso de España, un coloso de cinco kilómetros que se eleva 69 metros sobre el mar y que, con sus pilonos de 185 metros, compite en el ranking global de las grandes luces de vano. Con sus 540 metros de vano principal, ocupa el tercer puesto en Europa en esta tipología, solo por detrás del Puente de Normandía y el de Rion-Antirion.
Pero lo que en los pliegos de Dragados se describe como "tercer puente atirantado de Europa" o "segundo gálibo vertical del mundo" se ha convertido en Cádiz en algo más pedestre: una rutina de acceso. El 1812 alivió la agonía diaria del puente de Carranza y cambió la manera en que los gaditanos entran y salen de su península. Ya nadie discute que, con sus dos carriles por sentido y un tercer eje reservado a transporte colectivo, ha reordenado los flujos de la bahía y descargado de tráfico pesado el centro urbano. La amortización, que dirían en Fomento, se mide en minutos ahorrados y atascos evitados.
La épica de los números
La historia oficial gusta de enumerar toneladas y metros: 70.000 de acero, 100.000 de hormigón, 36 pilas, un tramo desmontable de 150 metros, 454 millones de euros y casi ocho años de obras. El ingeniero Javier Manterola, autor del proyecto, jugó aquí su partida más monumental, combinando cálculo estructural con una cierta elegancia estética. Discípulo del gran Carlos Fernández Casado –fundador del estudio que lleva su nombre y referencia obligada de la ingeniería española del siglo XX–, prolongaba así una tradición que convirtió a los puentes en emblema cultural tanto como en infraestructura.
No tardó en convertirse también en objeto de contemplación. En 2016, la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando le dedicó una exposición singular: drones, fotogrametrías y modelados 3D tradujeron la obra al lenguaje de los museos. El 1812 pasaba así de infraestructura a pieza museística, con la ironía de que lo más monumental de Cádiz se da por hecho sin que los visitantes se recreen en él, porque se atraviesa sin detenerse. La Academia vino a recordar algo en lo que no se piensa al volante: la proeza de sostener una calzada de 36 metros de ancho sobre el viento salino de la bahía.
Resolver el acceso a Cádiz
Cádiz siempre ha tenido un problema de accesos. Una lengua de tierra, un istmo estrecho y tres opciones: el Carranza, la vía del istmo y, desde 2015, este coloso que quiso llamarse Puente de la Pepa, apelando a la Constitución gaditana, antes de que el nombre oficial lo rebautizara con fecha solemne. Dragados lo definió como cuatro puentes en uno, y no es exageración: viaductos hacia Puerto Real y hacia Cádiz, tramo atirantado central y el desmontable. Una estructura pensada para cien mil vehículos diarios y para resistir la corrosión marina, la ventisca atlántica y la burocracia de los plazos.
El reto, se dijo entonces, fue tanto técnico como ambiental: integrar el mastodonte en un ecosistema frágil, preservar marismas y paisajes, evitar que la bahía quedara reducida a simple soporte de autopista. La cimentación exigió encofrados especiales para resistir el viento y la corrosión marina, y obligó a estudios previos para no alterar el equilibrio de las marismas. Diez años más tarde, la pregunta sigue en pie: ¿es el Puente de la Constitución parte del paisaje de Cádiz o un intruso tolerado por necesidad?
Un símbolo cotidiano
El Ministerio lo celebra ahora como "símbolo de modernización y conexión social". Los vecinos lo usan como atajo, sin épica. Tal vez la grandeza de una obra pública se mida así: cuando deja de ser hito para convertirse en costumbre. El Puente de la Constitución de 1812, puente de récords y maquetas digitales, es ya un hábito cotidiano en Cádiz, como el levante o el vaporcito.
Y, sin embargo, hay algo de verdad en la retórica ministerial: la bahía ya no se entiende sin este arco de cables tensados, este esqueleto que de noche se ilumina como una línea de neón futurista sobre las aguas oscuras. Cádiz, ciudad que guarda su pasado como un tesoro, ha tenido que aceptar que su entrada más espectacular es también la más reciente. No solo Cádiz ha cambiado con el puente: también la ingeniería española ha consolidado con él una de sus grandes credenciales internacionales, de Fernández Casado a Manterola, una escuela capaz de convertir la utilidad en paisaje. En eso consiste, quizá, la modernidad: en atravesar un puente que ya no miramos, pero que nos sostiene.
Te puede interesar
-
Cumbre mundial de rascacielos en Barcelona: "Es la ONU de los edificios más emblemáticos del mundo"
-
Ni muebles ni fotos: primeras visitas a la fuerza a la Casa Cornide de los Franco
-
Hormigón, misticismo y cabreos vecinales: el estilo inconfundible de Sáenz de Oíza
-
Construir con valores, emoción y sentido: así son los ganadores de los Premios Arquitectura 2025