Las primeras televisiones autonómicas nacieron a partir de 1983 de la voluntad política de los gobiernos de influir en la opinión pública de sus comunidades. Ese fue el caso paradigmático de la televisión pública catalana, pero también de la vasca y de la de Madrid. Eran, desde el comienzo, un instrumento decisivo en aquel tiempo al servicio de los intereses de los partidos en el poder. Y así ha venido siendo sin que tal voluntad de instrumentalización haya disminuido un ápice por voluntad propia sino que, cuando lo ha hecho, ha sido por el resultado de la pérdida de una cómoda mayoría electoral.

Algunas de ellas, pocas, han tenido un éxito indudable en su objetivo adoctrinador, y entre esas pocas destaca la televisión pública catalana, que dispone de cinco canales, cuenta con una plantilla mayor que la de Antena 3 y Telecinco juntas y es financiada con abultadísimas subvenciones de los sucesivos gobiernos de la Generalitat. La TV3 y sus canales satélites son el ejemplo perfecto en sus niveles máximos del papel que el poder político pretende que cumpla una televisión autonómica: el de adoctrinamiento de la población.

Naturalmente, éste es el caso más extremo del fenómeno que se da en nuestro país y que, por cierto, no tiene parangón con ninguno de nuestros socios de la Unión Europea salvo Bélgica. Ni en Francia, ni en Alemania, ni en Inglaterra, ni en Italia existen televisiones públicas a nivel regional tal y como las conocemos en España y no es probable que alguien se atreva a decir que esos países gozan de menor libertad de expresión que el nuestro o que son menos democráticos que nosotros. Sólo Bélgica, cuyo servicio público de radiodifusión ya no compete a la Administración central, sino a las tres comunidades lingüísticas en las que está dividido el país, tiene un modelo que podría compararse con el de España.

TV3 dispone de cinco canales, una plantilla mayor que la de A3 y T5 juntas y abultadísimas subvenciones

Eso quiere decir que en absoluto era necesario que cada una de las comunidades autónomas -ahora mismo, todas menos Navarra, Cantabria, La Rioja, Castilla y León y, temporalmente, Valencia- dispusiera de una televisión pública propia y avala el argumento de que su creación se ha debido a dos factores igualmente discutibles y nocivos: uno, el ya apuntado de la influencia política y adoctrinadora que ha movido a los gobiernos autonómicos, y aquí es indiferente el color político de cada uno de ellos porque todos han compartido el mismo propósito; y dos, la pasión rancia y retrógrada de sacralización de las diferencias, de la adoración de Lo Nuestro, que ha crecido exponencialmente en esta España democrática al calor del dinero público.

La exaltación de las características propias ha caído a veces de bruces en el ridículo

La exaltación de las características propias de cualquier comunidad ha sido una de las tareas obsesivamente prioritarias de las televisiones autonómicas, da igual que se trate de comunidades con lengua propia que de aquellas que nacieron a partir de 1980. Y ha sido una política que en demasiadas ocasiones ha rozado o incluso ha caído de bruces en el ridículo.

Y, salvo la televisión catalana, que ha prestado un servicio impagable al nacionalismo de la era Pujol y lo sigue prestando con igual o mayor intensidad al servicio del independentismo de Mas, Puigdemont y Junqueras, pero que a pesar de todo ha perdido nada menos que 10 puntos de audiencia en 10 años, el resto de las televisiones autonómicas no ha conseguido jamás alcanzar unos niveles medios de audiencia que las hicieran rentables ni en lo político ni en lo económico.

Y en eso están ahora, perdiendo de manera sostenida ingresos publicitarios, con unas plantillas demasiado grandes y en muchos casos envejecidas, viendo cómo disminuye el número de espectadores -un problema que afecta también a las cadenas privadas porque los jóvenes acuden cada vez menos a la televisión y cada vez más a internet para informarse y entretenerse- y debatiéndose entre unas cuentas instaladas permanentemente en números rojos y la necesidad de que sus respectivos gobiernos sigan suministrándoles la financiación sin la que no podrían sobrevivir.

Se aproxima el fracaso indisimulable al perder apoyo el fervor por la sacralización de Lo Nuestro

El problema es que si la audiencia es cada vez más baja -la televisión gallega es la cadena autonómica más vista en febrero, con un 10% de cuota de pantalla, pero la ETB 1, la cadena de televisión vasca en euskera, por ejemplo, no llega al 1,9%,  y bajando- y si el fervor por la sacralización de Lo Nuestro está perdiendo el apoyo los jóvenes, que desdeñan la televisión como medio de comunicación, la utilidad política y la supuesta función de cohesión social pretendida por las cadenas públicas de las comunidades se aproxima aceleradamente al punto del fracaso indisimulable en la mayoría de los casos.

El problema cierto es que la decisión de cerrar algunas de esas cadenas tendría un alto coste político. No hay más que recordar el tormentoso cierre del Canal Nou, la televisión autonómica valenciana, que el nuevo gobierno de coalición PSOE-Compromís con el apoyo de Podemos se propone reabrir aunque reduciendo su disparatado presupuesto anterior y su no menos disparatada plantilla. Pero, además del coste político, no es menos cierto que del mantenimiento de las televisiones autonómicas como empresas vivas y activas dependen decenas de miles de puestos de trabajo directos e indirectos en nuestro país. Y a ver quién se atreve a atar esa mosca por el rabo.