Vladímir Putin lanzó este lunes una advertencia directa a Estados Unidos de que responderá con "medidas militares" si Washington sigue adelante con el despliegue de la llamada Cúpula Dorada. La iniciativa, anunciada por Donald Trump y concebida como un gigantesco escudo antimisiles de alcance global, se presenta como una red de interceptores, radares y satélites capaz de blindar todo el territorio continental estadounidense frente a ataques de Rusia, China o cualquier otro adversario. Pero la amenaza rusa ha puesto de nuevo bajo el foco un proyecto tan ambicioso como polémico.
Según los planes iniciales, la Cúpula Dorada combinaría tecnologías en tierra, mar y espacio capaces de neutralizar misiles balísticos, de crucero o hipersónicos lanzados desde cualquier distancia y en en cualquier fase de su trayectoria. Un gigantesco escudo que combinaría interceptores, radares, láseres, armas electrónicas y redes de satélites, y que supondría un salto gigantesco en escala y sofisticación respecto a los sistemas actuales. Trump prometió que la arquitectura estará operativa antes del final de su mandato, con un coste estimado de 175.000 millones de dólares. El Pentágono, rebautizado como Departamento de Guerra, prevé una primera gran prueba en 2028.
La magnitud del plan recuerda a la 'Guerra de las Galaxias', el nombre con el que se conoce al megaproyecto que Ronald Reagan trató de impulsar en los años 80, que pretendía acabar con cualquier misil balístico de la URSS en el aire, Jamás llegó a funcionar como se prometió, y ahora, Trump ha encendido de nuevo las alarmas de legisladores, científicos y analistas de seguridad.
En los últimos meses, multitud de análisis técnicos de revistas como Scientific American, compañías de inteligencia como Stratfor o asociaciones como Arms Control han puesto en duda desde mil puntos de vista la viabilidad de la Cúpula Dorada y la promesa de Trump de desarrollarla en apenas tres años. Sin embargo, la iniciativa ha sido percibida como una gran amenaza por parte del Kremlin, que asegura que, si se termina concretando, no contestará de manera verbal, sino utilizando "medidas técnico-militares".
Las dudas de los expertos
El primer frente de dudas con la Cúpula Dorada surge en el plano técnico. Interceptar un misil balístico intercontinental es, en palabras de los algunos analistas, como intentar "golpear una bala con otra bala". Los sistemas actuales, como la Cúpula de Hierro israelí, han mostrado tasas de éxito cercanas al 85 %, pero en escenarios limitados y contra amenazas de corto o medio alcance. Pero replicar ese nivel de eficacia en un territorio 400 veces más grande y frente a un mayor rango de misiles es un salto enorme.
El físico David Wright, del Instituto Tecnológico de Massachusetts (MIT), también alertó de la falta de transparencia del programa. La oficina que debía supervisar sus pruebas fue eliminada y el proyecto ha quedado exento de la regla de "probar antes de comprar" que buscaba minimizar los gastos en adquisiciones ilegítimas. Según Wright, el riesgo es evidente: "Se puede acabar desperdiciando mucho dinero construyendo cosas que no funcionan".
Las cifras refuerzan ese temor. A los 25.000 millones de dólares ya aprobados por el Congreso estadounidense se suman estimaciones independientes que disparan el coste real a más de 500.000 millones, e incluso al billón de dólares si se incluyen los interceptores espaciales. Mantener una constelación de satélites de defensa requeriría, además, un gasto anual cercano a los 40.000 millones.
El problema, como señalan varios informes, es estructural: cada misil ofensivo cuesta mucho menos que los sistemas diseñados para neutralizarlo, de modo que el atacante siempre conserva la ventaja económica. Algo que supone una gran ventaja, porque se puede lanzar un ataque masivo para hacer colapsar el sistema defensivo (como consiguió Hamás en sus ataques del 7 de octubre de 2023) o superar sus capacidades utilizando 'señuelos'.
Pero, incluso si se sortearan los obstáculos financieros, quedarían incógnitas físicas de fondo. Las órdenes de Trump encomiendan explícitamente que la Cúpula Dorada sea capaz de anular misiles en las fases de impulso y terminal (la primera y la última), cuando la mayoría de sistemas actuales suelen derribarlos en la fase intermedia, porque es la más larga y técnicamente menos difícil de lograr (aunque incluso el principal sistema de defensa antimisiles estadounidense, que apunta a la fase intermedia, tiene una tasa de éxito de entre el 50% y el 60%). En este punto, también sería necesario un gran salto técnico.
Por todo ello, los críticos ven en la Cúpula Dorada un proyecto condenado a la sobrepromesa y el retraso. Una "fantasía cara" que, según algunos analistas, podría terminar colapsando bajo su propio peso.
Los riesgos para la paz mundial
Más allá de las dudas sobre su viabilidad, la iniciativa hay provocado una gran preocupación. Colocar interceptores en la órbita convertiría la baja atmósfera terrestre en una zona militarizada, con el consiguiente riesgo de escalada. Los expertos temen que cada satélite destruido abra una brecha en la red y que los adversarios recurran a explosiones nucleares en el espacio para neutralizarla.
Expertos como Laura Grego, experta en seguridad y política espacial de la Unión de Científicos Preocupados, advirtieron que los interceptores espaciales no solo podrían usarse para derribar misiles, sino también para atacar satélites rivales. Sería, afirmó, "una armamentización más abierta del espacio, extremadamente peligrosa". En ese escenario, podría iniciarse una nueva carrera armamentística que empujara a países como China o Rusia a multiplicar sus arsenales nucleares o a desarrollar tecnologías antisatélite.
Toda esta situación tensionaría las relaciones políticas en un momento crítico. Y es que el último gran acuerdo de armas nucleares firmado entre Estados Unidos y Rusia expira en 2026, y no existen tratados que limiten expresamente la militarización del espacio. Moscú y Pekín ya han calificado la Cúpula Dorada de "profundamente desestabilizadora", y se preparan para responder con nuevos despliegues. Los riesgos son máximos incluso si el sistema nunca logra sus objetivos técnicos, porque podría bastar su mera existencia para incentivar a los adversarios a ampliar y modernizar sus arsenales.
El debate no es nuevo: la Iniciativa de Defensa Estratégica de Reagan fracasó tras consumir decenas de miles de millones sin resultados concluyentes. Hoy, cuatro décadas después, la física de la defensa antimisiles apenas ha cambiado, pero el riesgo de trasladar la competencia nuclear al espacio es mucho mayor.
Putin ya ha dejado claro que Rusia no aceptará de brazos cruzados un escudo que interprete como amenaza existencial. China acelera su modernización nuclear. Y mientras tanto, el espacio -hasta ahora un entorno de cooperación y uso civil mayoritario- corre el riesgo de convertirse en el próximo campo de batalla.
Lo que Trump presenta como una fortaleza para la seguridad nacional podría terminar siendo, en palabras de sus críticos, una peligrosa ilusión: un proyecto que multiplica el gasto, erosiona la estabilidad internacional y acerca un poco más la posibilidad de una nueva carrera armamentística global.
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