Es el contraste lo que ilumina definitivamente su catadura y la ilumina sin apelación posible.

Que Rita Barberá tenía un problema político derivado de las investigaciones policiales y de los procedimientos judiciales abiertos sobre la actividades presuntamente delictivas del PP valenciano en todos sus niveles -Generalitat, Diputación y Ayuntamiento de la capital- está fuera de duda.  Y que fue esa relación, que no podía de ninguna manera eludir y mucho menos negar, lo que la convertía en la diana sobre la que se dirigieron todos los dardos políticos de toda la oposición tampoco puede negarse.

Por eso la permanencia en las filas del PP de la ex alcaldesa, que durante todos los meses  que duró el tira y afloja se resistió fieramente a abandonar el partido al que había dedicado su vida entera, se había convertido en un  problema de grueso calibre para un Partido Popular que en esos momentos atravesaba una delicadísima situación política, acosado por varios procedimientos judiciales sobre corrupción y al mismo tiempo luchando a brazo partido por no perder definitivamente la totalidad del poder del que había gozado años atrás.

En las condiciones de incertidumbre en las que se debatía el partido de Barberá, era inevitable su abandono del partido

En las condiciones de incertidumbre en las que se debatía el partido de Barberá, era inevitable y muy necesario su abandono del partido. Porque, aunque no se hubiera llevado un céntimo de lo presuntamente defraudado para financiar la campaña electoral, si estaba enterada de lo que había sucedido en los niveles inferiores a su cargo, estaba obligada a presentar su dimisión y apartarse del partido. Y, si no lo estaba, también debía haberlo hecho voluntariamente porque es obligación ineludible de un dirigente del nivel que lo era ella, conocer y controlar lo que sucede en la organización que está bajo su mando.

De modo que desde Génova se actuó correctamente cuando se comprobó que su resistencia numantina tanto a declarar ante el juez valenciano como a entregar su carnet de militante estaban provocando un daño al partido entero, al presidente del Gobierno y hasta al Gobierno en su conjunto, que estaba a punto de resultar irreparable.

Era el símbolo del poderío del PP y también de su caída; por eso una oposición implacable la convirtió en víctima del feroz escarnio

Porque Rita Barberá era un símbolo. Símbolo del poderío del PP de los tiempos de vino y rosas pero también símbolo de la derrota del partido en todas la comunidades autónomas y en todos los ayuntamientos en los que había gobernado con deslumbrante mayoría absoluta. En definitiva, era el símbolo de la caída del Partido Popular, y una oposición implacable la convirtió por eso en víctima del feroz escarnio al que todos hemos asistido. Porque lo que buscaban era el derribo, no les bastaba con el acoso.

Pero el hecho es que Rita Barberá declaró en el Tribunal Supremo ante el instructor Conde-Pumpido para aclarar si los 1.000 euros que había dado a su partido le habían sido devueltos en dos billetes de 500 y si ella había participado de alguna manera en un delito de blanqueo de dinero por valor total de 50.000 euros. Y ya no podrá saberse nunca, pero en la víspera de su muerte existía la casi certeza de que el caso iba a ser archivado. Y no estoy hablando a humo de pajas.

Pero la ex alcaldesa, el símbolo del Partido Popular de los tiempos gloriosos, no pudo soportar la presión que se ejerció sobre ella de manera implacable durante meses. Una presión que el jueves pasado, cuando la sesión solemne de apertura de las Cortes, tuvo su última y obscena traducción en boca de un Pablo Iglesias que dijo que no acudía a la salutación a los Reyes porque le "daba asco" ir en la misma fila que Rita Barberá.

Pero esa afirmación rebosante de demagogia quedó superada ayer cuando los diputados del Congreso supieron de la muerte de la senadora. No sólo la rotunda falta de categoría moral quedó demostrada por el líder de Podemos. A la altura de su jefe, su portavoz en el Senado, Ramón Espinar, se preguntaba si había que  guardar un minuto de silencio por "esa tipa".

Y aquí está el contraste que deja al desnudo la catadura de ambos personajes. Joan Ribó, alcalde de Valencia, de Compromís, feroz enemigo de Barberá y en las antípodas políticas de la alcaldesa, se ha confesado "conmocionado" por su muerte; ha expresado el "reconocimiento profundo a su obra" y  ha decretado tres días de duelo en la ciudad, además de estar dispuesto, si la familia lo desea, a instalar la capilla ardiente en el Consistorio. En términos similares se ha expresado el presidente de la Generalitat, Ximo Puig, del PSOE.

No es, pues, una cuestión de ideología sino de miseria y de abyección porque podemos preguntarnos ahora cuál habría sido el comportamiento de estos dos podemitas si quien hubiera muerto ayer hubiera sido, por ejemplo, Arnaldo Otegi, un individuo que tiene las manos manchadas de sangre pero del que Iglesias considera que sin personas como él "no habría paz".

Seguro que Espinar no se habría referido a este ángel del amor y de la pacificación en el día de su muerte como "este tipo". Y mucho más seguro es que, en las mismas circunstancias, no habría calificado de la misma manera a su propio padre, procesado en el  caso de las tarjetas black y para el que el fiscal pide cuatro años de cárcel por haberse gastado en negro 178.399 euros. Una minucia, tan sólo un poquito más que los 1.000 euros de la "tipa".

Nosotros tampoco lo haríamos. Nunca ofenderíamos de ese modo miserable a su padre. Y como nosotros, no lo haría la inmensa mayoría de ciudadanos españoles de cualquier ideología que saben bien lo que es la dignidad y también el respeto por los demás y por uno mismo. No es el caso de estos dos ni el de quienes comparten con ellos la misma bajeza.