Desde sus más remotos orígenes, en la cultura occidental el cumplimiento de las promesas hechas libre y voluntariamente siempre ha sido un deber moral sagrado. Partiendo de tal axioma los padres de la democracia liberal incluyeron entre los deberes más básicos del Estado no solo hacer cumplir las leyes sino también los contratos entre particulares.

Sin que mediara cuestionamiento doctrinal previo alguno, todo un catedrático de derecho político como Enrique Tierno Galván incrementó su fama con una cínica frase que ha hecho historia: “Las promesas electorales están hechas para no ser cumplidas”. No podemos estar seguros, aunque si es altamente probable, que en países mas serios no habría gozado de la simpatía política que goza aquí; hasta el punto de haberse convertido en un pasaporte para la mentira política en España.

El problema de esta vergonzosa degradación moral no afecta solo a los políticos que mienten o incumplen descaradamente sus promesas sino, y sobre todo, a los ciudadanos que los aceptan con naturalidad y los votan. Es evidente que si la mentira no estuviera consentida sino rechazada, los políticos mentirosos no tendrían cabida ni en el parlamento ni en el gobierno; justamente lo contrario que ha venido sucediendo y aún mucho más últimamente.

La degradación moral de la política afecta a los ciudadanos que la aceptan con naturalidad

Lo mas preocupante de este comportamiento es la “política a la carta” que consiste en indagar lo que los potenciales votantes quieren escuchar mezclado con peregrinas invenciones de nuevos derechos -no ciudadanos, sino identitarios- sin reparar en ningún caso en su viabilidad. Esta política, tan infantil como las cartas a los Reyes Magos, retrata tanto a quienes la hacen como a quienes la votan y es una burla del sentido original de la misma: la consecución del bien común dentro de la polis.

Otra variedad de promesas electorales tiene que ver con políticas que pretendiendo un beneficio social, de aplicarse, conseguirían justamente todo lo contrario: el perjuicio de la inmensa mayoría. Es el caso del control de alquileres y la contrarreforma laboral, que de llevarse a cabo aumentaría aquellos y el desempleo.

Si de lo que se trata es de aceptar sin más las pulsiones de la opinión pública, realimentadas en las redes sociales por comandos a sueldo de subvenciones públicas, nos podríamos ahorrar el gasto de los políticos y sustituirlos por robots al servicio de los mandatos del pueblo. Esta tendencia a surfear ciertas corrientes de opinión pública conduce a desatinos como el Brexit, a la muralla de la frontera sur de Estados Unidos, a las leyes de género y al referéndum catalán.

Frente al clásico concepto de ciudadanía , piedra angular de la democracia liberal, se ha puesto de moda -sobre todo desde el populismo izquierdista- “la retórica de la diferencia” que pone el énfasis en identidades cada vez mas rebuscadas frente al “todos somos libres e iguales ante la ley”. La política seriamente democrática se está sustituyendo por el “modelo Facebook de meras afinidades selectivas”.

Para que tan perversa conducta se haya generalizado han debido suceder antes dos cosas: una degradación de valores morales, principalmente en el seno familiar pero también en la escuela -sobre todo pública- y una infantilización de la sociedad como consecuencia de la creciente pérdida de responsabilidad personal y ciudadana y la consecuente dependencia del Estado. Para el catedrático de psiquiatría Enrique Baca: ˝Los españoles están educados en la inseguridad: creen que su destino no depende de ellos mismos, sino del Estado”.

Hay una infantilización de la sociedad por la pérdida de responsabilidad personal

El Estado contemporáneo, mediante la sistemática y creciente ocupación de espacios originalmente privados tanto sociales como económicos, ha ido empequeñeciendo la conciencia y la vida ciudadana para de este modo neutralizar a amplios sectores que acríticos con el “gran Leviatán democrático” aceptan las promesas electorales como los niños se creen sus cartas a los Reyes Magos. Podríamos decir que en periodo electoral se apodera del país una fiebre reivindicativa que recuerda aquellas peticiones que los vecinos de un pueblo manchego hacían a los “americanos”, y que el alcalde Pepe Isbert trataba de contener con su célebre frase: “solo se puede pedir una cosa por persona”. Estamos hablando del Bienvenido Mister Marshall, la genial película de García Berlanga.

A los políticos irresponsables se les unen grupos, asociaciones y colectivos de la más variada e incluso extravagante especie que sintiéndose absurdamente agraviados consideran que sus autoproclamadas necesidades deben ser atendidas sea cual sea su coste; es más, sin importar el coste. La cuestión de quien tiene que pagar por todo ello no tiene importancia. Incluso podríamos decir que la mera mención de que haya un coste y de que alguien tiene que pagarlo, resulta incómoda y es desechada como algo políticamente incorrecto.

La histórica frase que pronunciara John F. Kennedy en su toma de posesión de la presidencia de EEUU: ˝No preguntes que puede hacer tu país por ti, sino qué puedes hacer tu por tu país”, debe hacer reír -suponiendo que la conozcan- a nuestro populismo de izquierdas, que ha impuesto otra pregunta: “¿Qué me debe mi país en virtud de mi identidad?.

Más aún, la experiencia real de que la política es una fuente fiable de puestos de trabajo, contratos empresariales y beneficios diversos hace que para muchos jóvenes dirigir sus proyectos vitales a las esferas de lo público –no por oposición, claro- sea algo deseable y mucho mejor que lanzarse a las siempre procelosas aguas de lo privado.

La política es una fuente fiable de puestos de trabajo y beneficios diversos

Siendo el Estado la meca de tantas ilusiones, ambiciones y clavos ardiendo, no es de extrañar que demos tanta importancia a los favores y beneficios que surgen de la acción de las administraciones públicas, y sobre todo que exista un pensamiento muy arraigado de que no hay límite en las posibilidades de lo público para arreglar cualquier dificultad o desgracia.

En rigor, las campañas electorales deberían orientarse hacia la mejora de las reglas de convivencia y las condiciones para generar riqueza, así como en discutir sobre temas educativos, infraestructuras, sostenimiento del estado de bienestar, la seguridad y defensa de la nación, la inmigración y tantos otros temas de interés general; justamente, todo lo que se omite en ellas. En todo caso, la descripción hecha no afecta por igual a todas las organizaciones políticas: las hay manifiestamente demagógicas, otras simplemente irresponsables, algunas incluso ingenuas y muy pocas sensatas. Podemos -aunque limitadamente- elegir, así que la responsabilidad final seguirá siendo de los ciudadanos.