María José Carrasco, que se ahogaba en la vida, quería morir, aceptaba morir y recibía la muerte como si fuera su cumpleaños. Y ahí estaba su marido, Ángel Hernández, para darle el último regalo y la última caricia, el anillo de la muerte como un día le dio el de la intimidad. María José afronta el momento casi con ansia. Esa sed de muerte era lo más impresionante. Y esas manos del marido que no quieren sentir su muerte, sino sólo cómo la paz reemplaza por fin al sufrimiento. No es un cuento romántico, no es una función mala de Romeo y Julieta o de Tristán e Isolda, es más la desesperación que el heroísmo y es más el respeto por la voluntad ajena que el amor gótico, destinado a las tumbas. Pero sólo podía ocurrir de esta manera, con este último vals triste y dulce que baila el matrimonio hasta el beso en la almohada, porque nuestras leyes no dan otra solución.

La eutanasia va y viene periódicamente en debates y tertulias, es uno de los grandes temas polarizadores ideológicamente y, por tanto, un gran banderín en campaña, más en campañas pensadas con banderines. Un icono muy efectivo, además, porque aúna lo ideológico, lo sentimental y lo morboso, ahora sobre todo que gusta tanto la política con muertos, la iconografía del muerto, las afiliaciones de los muertos, sea en caliente o en frío ya de décadas. Estamos en campaña, y en política los muertos nuevos se aprovechan igual que los muertos antiguos. Hay una culpa histórica y heráldica en un general emparedado en una mina de hace un siglo, o hay una culpa noticiosa y al vuelo en un cadáver frágil, romántico, que hemos visto morir como un bebé (en realidad todos morimos como bebés). El caso es echarle al contrario, en mitad de la campaña, el muerto con sus lápidas de aviador o el muerto con su temblor de pez muriendo. El momento del muerto es el que hay que aprovechar. Un dictador hecho ya sólo de cecina y correaje, un niño recién perdido como un pájaro al amanecer, un cuerpo desvalido y castigado que sin embargo mira a los ojos a la muerte con la determinación del gladiador. Si es el momento del muerto, si el muerto es ideológico y oportuno, la política lo aprovechará. Y Sánchez, no digamos.

Estamos en campaña, y en política los muertos nuevos se aprovechan igual que los muertos antiguos

Aún nos ahogábamos con María José Carrasco, aún llorábamos como con una pajita clavada en el corazón, cuando Sánchez no sólo ha usado esta muerte para pedir una mayoría parlamentaria que posibilite la solución de estos casos, sino que ha insistido en que “se podría haber evitado” y ha culpado a Cs y a PP. El muerto, decíamos, siempre viene con culpa, y no es la vida o la injusticia del muerto lo que cuenta, sino sobre quién recae la culpa, la herencia política del muerto. La verdad es que ya había una iniciativa de Cs sobre muerte digna y eutanasia que se paró precisamente por la convocatoria electoral de Sánchez. Pero es que cuando la propuesta fue de Podemos, en 2017, el PSOE la rechazó diciendo aquello de que “la sociedad española no está preparada”. Parece que ya, con los apuros de Sánchez, sí debe de estarlo.

Sánchez se estremece ahora, con el muerto reciente en las sábanas, en las redes, en las tertulias que vuelven a hacer cruzada. Se estremece para coger la reverberación del estremecimiento nacional, normal en alguien que se deja llevar por cualquier cosa que le dé ventaja, hasta lo de acarrear muertos. Sánchez llora hacia dentro, con el ojo guiñado, como un ciego de parroquia. Igual que Pablo Iglesias también lloró hacia afuera, con puchero e hipido, cuando comenzaban las exhumaciones de la fosa común en la que podría estar un tío abuelo suyo. No vamos a decir que sean sentimientos fingidos o exagerados, pero sí que en época electoral la piel se eriza y el lacrimal se irrita con mucha facilidad. Será la cal o serán los flases. El debate sobre la eutanasia y sobre el suicidio asistido no se ha resuelto y debería hacerse.

No vamos a decir que sean sentimientos fingidos o exagerados, pero sí que en época electoral la piel se eriza y el lacrimal se irrita con mucha facilidad

Es muy ideológico porque tiene que ver con la concepción de la vida como don (de un Dios o incluso del Estado) o sólo un derecho. Es decir, se trata de ver al ser humano como criatura o como individuo, algo que está en la esencia de la modernidad filosófica, pero que todavía no hemos resuelto bien. Las ideologías influidas por el cristianismo no pueden dejar de pensar que la vida es eso, un regalo de Dios (que hasta el sufrimiento lo es, como prueba o rito de paso), y que ni uno mismo tiene derecho a decidir si vive o muere, o incluso a veces cómo vive o cómo muere. Aceptar que el ser humano es dueño de su vida y de su libertad llevaría a un derrumbamiento en cadena de su moral y de su política sobre moralidad (incluido el aborto, que también proviene de un concepto de la vida tan religioso como el de la muerte). No argumentarán eso, claro. Ningunearán las cifras (“este problema no existe en España”, dijo Casado), o explicarán que la eutanasia ofrece dificultades de garantías, que se van a montar mataderos de ancianos y enfermos, y que los médicos asesinarán para dejar libre una cama o un fin de semana. Absurdo, desde luego.

María José Carrasco, muriendo acunada por su marido como si durmiera después de todo el dolor y el cansancio de un día que duraba toda su vida, y su esposo acusado de homicidio por ello, han dejado un gran ejemplo de fuerza, voluntad y libertad. Pero la política, que lo aprovecha todo, también asalta osarios y trepa por los cementerios como esas salamandras o serpientes que salen por el ojo de una calavera haciendo una bandera pirata. Ni siquiera con Ramón Sampedro, convertido en película de Óscar con aquel Bardem de cuello vuelto y aquel Amenábar con alas marítimas en los pies y en los ojos, se consiguió nada. La tristeza de payaso maquillado, los sentimientos de máscara veneciana de Sánchez, tampoco nos aseguran nada aparte de que los muertos vuelven a ser munición, vieja o nueva, como siempre.