No hace mucho tiempo, cuando España ya se dibujaba en color y votaba en democracia, el fútbol estaba en la garganta de Héctor del Mar. Su voz era mas poderosa que 25 cámaras superlentas, nunca hicieron sombra al poder de evocación de sus narraciones miles de periodistas a pie de campo  o los sesudos e intrascendentes analistas que ponen a prueba la paciencia del oyente. El locutor argentino -fallecido ayer a los 76 años-  te lo contaba con un desgarro emocionante que no distinguía un amistoso de una final de la Copa Intercontinental. Tu encendías la radio y él se inventaba otra dimensión que te hipnotizaba. Era mágico.

Cada tarde, un acontecimiento en la onda media, ya fuera en la Cadena Ser (el sabor del partido de la jornada con Centenario y a por todas), en Radio Intercontinental o en Radio España. Lo suyo era puro fútbol, pasión sin polémicas ni bufandas. Ni uno solo de los émulos de nuestro tiempo rozará lo que supuso Héctor en aquel país ochentero, donde la quinta del buitre monopolizaba su manera innegociable de cantar un gol. Que no era un gol si el canto no duraba más de un minuto largo e intenso en el que no se podía hacer otra cosa que mirar atónito a un desavisado transistor que profería conceptos inauditos y donde, de pronto, un balón besaba las mallas, más amante que nunca, y se llenaba de gol quizás para empatar el partido.

Héctor era mucho más que el narrador de lucha libre de los últimos años. En otro tiempo, nuestro Fifa, nuestra PlayStation.

Héctor era mucho más que el narrador de lucha libre que le dio a conocer por los más jóvenes en los últimos años. En otro tiempo, fue nuestro Fifa, nuestra PlayStation. Lo recreábamos con la imaginación dando patadas a una pequeña pelota en la habitación de casa ante la mirada recelosa de los padres, cuidado no vayas a dar a algo y lo rompas. Durante dos horas no había fútbol, en el transistor se reproducía la batalla de tintes heroicos sobre el césped, por ejemplo, de la Nova Creu Alta. Héctor pintaba el juego, lo cual era mucho mejor que verlo en directo. Con él nunca hubo partidos aburridos, como tantas veces los hubo en el estadio.

De pronto subían los periscopios. Esto es, los centrales cruzaban cansinos el terreno de juego a la caza de un córner en el área rival. O se venía un tapón oportuno que salvaba un remate de gol in extremis, el oyente con el corazón en un puño. Un extremo se adentraba rápido, raudo y veloz junto a la línea de cal, quién sabe si para mandar un melón a la grada porque le pegó con la de palo. Una vulgar falta era un aviso, porque estaba perpendicular al marco y eso ya llevaba contenida la emoción  de medio gol, acontecimiento único siempre abrochado con un cómo te queremos. Arteche no era sino el Algarrobo, Futre era un Bombón, Maceda era Paul Newman, Butragueño El Buitre y Schuster, El Nibelungo... y así centenares de nombres y apodos que convertían a los jugadores en criaturas mitológicas. Tantas tardes amargadas por intrascendentes goleadas blancas al Castellón que uno no podía dejar de escuchar porque lo estaba contando Héctor del Mar y ya se venía la siguiente mención a las evoluciones del cuero blanco con pintas negras o el siguiente anuncio publicitario -él mismo se lo guisaba- de restaurante La Hoja (Pregunte por Paco), Atrapallada o un Desguaces Latorre (Corre, corre, corre), pronunciado con bastantes mas erres de las concebibles.

El viejo fútbol, y la locución con la que crecimos tantos, murió ayer. Y si fuéramos consecuentes,  deberíamos apagar las radios por siempre jamás. Que se queden los demás con sus tablets, con la superlenta detectando anécdotas irrelevantes y con cientos de especialistas de taberna que sólo pueden ser combatidos con ibuprofeno para el dolor de cabeza. La radio hace tiempo que perdió su magia, pero ayer nos dejó el hechicero que marcó el camino.

Es probable que los millenials o como se llamen ahora aquellos que crecieron en el fútbol multiformato donde el ojo todo lo ve, piensen que les hablo en chino. Lo siento por vosotros: haber nacido antes. Aquella radio era radio de verdad. El fútbol no se veía en la televisión, ni era una presencia insolente y machacona en nuestras vidas. Pero no estábamos a ciegas: lo veíamos a través de la voz de Héctor del Mar. Y sí, era mucho mejor.