Sin nada que varear, los olivareros se habían venido a varear la Puerta de Alcalá, que es como sacudir un tapiz real muy tieso ya por la historia. Hay que venir a Madrid de vez en cuando, a varear la Puerta de Alcalá o un ministerio, o a soltar un petardo gordo que asusta a los madrileños transeúntes como un perro de labranza. A veces hay que hacer eso o aquí no se entera nadie, menos la historia, que sigue ahí, colgada de una cornisa, tocándole la trompeta a una flor de lis, con sus reyes con matrícula, sus vigías con cascos etruscos y sus cornucopias con una riqueza antigua de dinero de piedra y argollas de atar caballos. Pensé, curioseando por allí, que estos olivareros estaban realmente solos. Una manifestación en España y yo no era capaz de encontrar las siglas, el estandarte, el comando de ningún partido político. Sólo banderas blancas con los pequeños logos de las organizaciones agrarias convocantes, unos logos que parecían marcas de sus aceites o tapas de margarina. Ni siquiera pancartas contra Trump, contra sus aranceles, contra esa hambre que le ha entrado a él de comerse el mundo como si fueran cheetos, que a lo mejor de ahí vienen sus dedos, su cara y su pelo naranjas. Ni partidos ni Trump. La gente parecía venir de una pena y una falta más antiguas y más hondas, sin ganas ni tiempo de pararse a aprovechar las modas. Sólo en las declaraciones ante las cámaras de los sindicalistas o los jefes de las asociaciones, mencionaban los aranceles y al presidente de Estados Unidos como un presidente de los Picapiedra.

Allí, entre banderazos de blanco y verde y un sol de gota de aceite, caminaban viejitos con bastoncillo como del mismo olivo, familias con la gorra de la marca de virgen extra que estrujan ellos con sus manos, jóvenes con aspecto futbolero que parece que han venido a la Champions de su futuro, chicas y chicos exploradores de la gran ciudad como páramo o como desagüe de todo, de su trabajo y de sus vidas. No había eslóganes de dar palmitas ni saltitos, sólo silbatos, algún petardo, bocinas, sirenas fabriles como de cambio de turno en la cooperativa, y un paso más de peregrinaje que de protesta. Las pancartas, que parecían derramar tierra, migas de tierra como sábanas extendidas, sólo presentaban a su pueblo y a su lucha. En defensa del aceite de oliva. Por unos precios justos. El campo de Montiel pide justicia para el olivar. Y los nombres de los pueblos cruzados por ramas de olivo, como un liceo; esos nombres en los que no se sabe si el pueblo tiene nombre de campo o el campo tiene nombre de pueblo.

Yo no dejaba de pensar que están solos, entre el desgobierno, la promesa fullera del candidato y la guerra de los mundos comercial que ya los coge en los huesos

Hasta los cojones de intermediarios ladrones. El beneficio de la tierra para el que la trabaja. En defensa del olivar tradicional. No al despoblamiento. Al otro lado de una tela negra con una etiqueta de Jack Daniels, con algo de bandera pirata arrancada, habían escrito: Ni importaciones ni especulación. Mezclas fuera. Los olivareros se alejaban de la Puerta de Alcalá como del dragón de la ciudad. Algunos habían enrollado las banderas en el palo y caminaban apoyándose en ellos como pastores, con el pulgar arriba, como se tiene que hacer. Un anciano con jerseicillo y los dientes ya perdidos en la risa de no tenerlos agitaba los brazos de lejos, como para que viniera el aguador. La gente se llamaba por su apellido, “Padilla, ven pa’cá”. Había, más que barullo, un rumor granjero de familia y tajo.

Yo no dejaba de pensar que están solos, entre el desgobierno, la promesa fullera del candidato y la guerra de los mundos comercial que ya los coge en los huesos. Y ante todo eso, sólo ellos, con su cuello rojo, con su gorra de Citroën, con su sombrerito de palma, con su estribillo de Jarcha, con su alpechín en el pecho, con su pueblo en la pancarta, esos pueblos con nombre de vino romano, de peña muy alta, de fuente de niñas aguadoras, de monte puro, de árbol recio, de cueva mágica, esos nombres de pócima o de aljibe. En la pancarta de la cabecera alguien había posado una rama de olivo real, sin estilizar, sin simbología bíblica o de la ONU. Sólo una rama que parecía que había traído una riada, una rama muerta, como una corona de espinas de sí misma, como el cadáver deshojado, asesinado hoja a hoja, grano a grano, de toda una tierra. Habían venido a presentar un muerto como un hijo muerto o como un padre muerto, ante los altos ministerios y sarcófagos de piedra de Madrid. Vareando la piedra yerma y sorda de Madrid les cogió el sol arriba, cuando ya se está exprimiendo tras las ramas verdes y chinescas, igual que en las etiquetas de su aceite. Un aceite que puede que pronto nos parezca un perfume egipcio, arqueológico y extinto.