Franco, el general ciclán con voz de pito y liturgia de garrote vil y merienda con sobao, acabó enterrado en una catedral de piedra y cráneos, bajo una cruz gigante o de gigante, como la cruz de alcoba del mismo Dios. La sombra de la cruz vuela sobre el Valle de los Caídos batiendo alas de mármol de ángeles de cementerio y haciendo el reloj de sol de un tiempo al revés, visto desde el Cielo o desde el pasado, donde no hacen falta relojes en realidad. A veces, de las cosas o las personas sólo queda el tamaño de sus sombras, ahí exageradas o descoyuntadas contra la orografía, contra los mapas, contra ese tiempo ya no nuestro, sino como romano, de los relojes de sol.

Franco, “Franquito, el cuquito, que va a lo suyito”, que creo que dijo el general Sanjurjo. Aquel pequeño hombre, “dictador de mesa camilla”, según escribió Umbral, que “merienda chocolate con soconusco y firma sentencias de muerte”. Aquel hombre que acabó siendo Caudillo, Generalísimo y títulos así que vienen con gran sombra de capa, como un mago malo o un hombre bala o un luchador mexicano. Con gran sombra de capa y de bandera, de navío imperial y de eclipse de cruz, se hace el tamaño mítico de un dictador que en realidad sólo tenía sombra como de maquinita de coser, más la sombra de esa España hecha de sombras de mesas de café que eran lápidas. Era la sombra del mismo ángel cementerial, que no sólo otorgaba grandeza sino que mataba a la gente por los pies, en los cafés, en su casa, con el frío y el material de otros muertos.

Franco no es que no pensara en cosas santas y arrebatadoras, pero sabía que eso se conseguía mejor con un poder inmediato, único y ya plenamente fascista

Franquito, el cuquito, que “las mata callando”, según dice en la película de Amenábar un personaje, no recuerdo si el general Cabanellas o alguien que le habla. También Unamuno lo llama “pobre hombre”. Franquito, el cuquito, con pinta de pusilánime y de capón, se hizo con el poder, se hizo con toda España, aprovechando que nadie pensaba en el poder, sino en otras cosas santas y arrebatadoras. Franco no es que no pensara en cosas santas y arrebatadoras, pero sabía que eso se conseguía mejor con un poder inmediato, único y ya plenamente fascista, lejos de esa primera ensoñación de salvar la República en la que cayó el mismo Unamuno. Franco, con el rencor de los bajitos, unía esa cruzada de beatas de guantecito negro, obispos gordos y militares de ojos vueltos como los santos con otra cruzada para él mismo. Franquito, el cuquito, se hizo con España yendo a rescatar el Alcázar, tuviera intención o no de alargar la guerra para convertirla en purga, que de eso hay varias opiniones. Ésa fue la primera sombra que se le unió, la de todo un Alcázar reventado de murallones y muertos, como la pared derrumbada de un cementerio.

Franquito, el cuquito, que tenía “baraka” según el Millán Astray de la película, añadiendo también otra sombra de superstición. Su baraka le hizo sobrevivir cuando muchos otros colegas cayeron, pero no fue suficiente para esquivar el disparo por el que perdió el huevo, huevo del que ya siempre quedaría cojo, huérfano y sobrecompensado, o sea que siempre seguiría buscando el huevo perdido en otras cosas, por ejemplo en los superlativos fascistas, en las espadas fálicas del Cid o en las altas camas de los Reyes Católicos. Pero esto, en fin, lo hicieron todos los fascismos. La contribución de Franco al fascismo fue crear el fascismo dominguero, costumbrista y meapilas, o sea el nacionalcatolicismo. Fue como si ese Estado en el que tenía que estar todo, que decía Mussolini, se hubiera dejado en las manos no de generales, ingenieros o incluso obispazos, sino en las manos vírgenes y bordadoras de la hermana fea de un cura. Era un fascismo de solteronas en misa y de monjas con bigote, y algunas incluso estaban en el ejército. Era un fascismo ridículo más que sangriento. O ridículo a la vez que sangriento, como lo es un dictador de bolsa de agua caliente, firmando sentencias de muerte a la sombra juguetera de un reloj de cuco.

Dice alguien en la película de Amenábar: “Si le damos España, éste no la suelta hasta que se muera”. Así fue

Hubo un escritor y militar, Gabriel Cardona, que llamó la “manicura del tigre” a la contención del franquismo por parte de los militares, o quizá a la contención de los militares por parte de Franco. Umbral, por ejemplo, creía más bien que era esto último. En cualquier caso, Franco aparecía como un ser temible, que necesitaba ser apaciguado o que, peor aún, era capaz de apaciguar a toda la chusquería y la latería de ese ejército de monjas con bigote. Dice alguien en la película de Amenábar: “Si le damos España, éste no la suelta hasta que se muera”. Así fue.

Franquito, el cuquito, gobernó España en pantuflas, acompasando su fascismo o su nacionalcatolicismo o su desarollismo a sus miasmas y flatitos y antojos de cuajada. Aquel pequeño hombre que consiguió el poder como un bajito que se escurre entre las piernas de los más altos, y que yo diría que contribuyó a la desconexión de España de la modernidad casi tanto como Fernando VII; ese dictador de palanganero y Niño Jesús de Praga, de paredón y brisca, hace mucho que tenía sólo el tamaño de sus sombras. Le van a quitar ahora la del Valle de los Caídos, la de su gran cruz como de hueso clavado en hueso. Era todo sombras, grandes o pintadas. Curiosamente, la última sombra, la última grandeza de sombra que puede tener ya alguien comido por la historia, se la va a dar Pedro Sánchez haciéndolo volar por última vez junto a esa cruz, junto a sus ángeles de mármol y sus cipreses de nubes.