A Margarit le enseñaron a escribir dos mujeres que no sabían escribir. Su abuela y su hija Joana. La primera le educó en catalán, la segunda le mostró la vida, limpia y cruda. Su poesía sale de mirar a los otros, de no olvidar, del daño, del dolor, del ansia. De mirarse por dentro, también.

Este año el Cervantes lleva su nombre, el de un poeta catalán al que intentaron que le doliese el habla y el pensamiento. Al que con tan sólo cinco años un tipo uniformado zarandeó por la calle y le gritó: «Habla en cristiano». El que asegura que una de «las brutalidades más refinadas que existen» es la de perseguir a alguien por su idioma.

Margarit creyó en algún momento en el soberanismo

Se convierte, así y aún más, en un premio político. Lo es porque Joan Margarit creyó en algún momento en el soberanismo. También porque ahora no quiere hablar del tema y porque su obra bilingüe grita que «la lengua es inocente».

La poesía de Margarit es clara y directa. Es limpia. Sale de heridas, que «también son un lugar donde vivir», de pérdidas como la de su hija, «salvada del dolor del mundo», y de la memoria, porque «ser viejo es que la guerra ha terminado./ Es saber dónde están los refugios, hoy inútiles».

"La libertad es una librería"

También es política. Es crítica. Porque qué es la poesía sino la calle, sino él, ellos, tú, nosotros. Porque alguno ya ha dicho que este galardón «es la guinda a la política de cuotas». Por qué los dirigentes de la Generalitat le desprecian por ganarlo. Porque a él le da igual, porque para Margarit «la libertad es una librería», con letras en catalán, en francés, en gallego, con el Premio Nacional de Poesía a un joven asturiano.

Que le den el Cervantes a Margarit significa que no se puede de nuevo culpar a la lengua, al acento, a las palabras; que el talento es un verso que suena bien en cualquier idioma.