Desde el salón de Pasos Perdidos del Senado, seis meses parecen lo menos que se le puede pedir a un imperio o a un estado de alarma. Rodeados de cuadros de juramentos godos y católicas victorias, Pedro Sánchez montó una conferencia de presidentes autonómicos telemática y rococó, donde los pantallones parecían relieves de sarcófagos de reyes. Hasta estaba Ursula von der Leyen como una emisaria del Sacro Imperio con gola de luto.

Del fondo de armario del Gobierno o de la figuración de las pinturas emergió la ministra de la cosa territorial, Carolina Darias, insistiendo en lo de los seis meses: “No es el momento de poner condiciones ni palos en las ruedas” porque el presidente fue “claro, diáfano y cristalino” y lo recomiendan los “expertos”. La sorpresa no es tanto que el Verbo actúe a través de Sánchez y convierta en mandato para la realidad lo que él pronuncia con poderosa musicalidad, sino que volvamos a tener expertos.

Carolina Darias, que estaba por ahí entre los Reyes Católicos, María Cristina y Recaredo como el que se pierde en el museo de cera, quizá quería darle a ese plazo el peso de una encomienda o de una empresa colombina, pero sólo trataba de vender esos seis meses como los plazos de una lavadora. Querría conocer yo a esos expertos que recomiendan seis meses de estado de alarma así de carrerilla, saber si son juristas o si son epidemiólogos o si sólo viajan en globo con Simón o con Phileas Fogg. Querría uno conocer esa ciencia que parece decir que si Sánchez va cada 15 días al Congreso, él, y con él toda España, podría enfermar del frío del mármol y de la oposición, de la pura democracia en la que el presidente respira mal, como un delicado violinista tísico entre humedades.

La política de Sánchez sí que es medieval, con más derecho de pernada que virología

Sánchez es ya como esos reyes que curaban la escrófula y, al revés, cuya enfermedad o melancolía, por ser castigo divino, se contagiaba al pueblo, a las vacas y al cenizo de las cosechas. La verdad es que, de tanto aplicar soluciones medievales, nuestra ciencia parece haberse vuelto también medieval, hasta recomendar, por el bien del país, que Sánchez no vaya al Congreso, donde hay corriente, malos humores infecciosos y una lepra de yeso y redorado que enseguida te come. Por supuesto, ni esto lo han dicho los expertos ni tiene que ver con la ciencia, sino con la política. La política de Sánchez sí que es medieval, con más derecho de pernada que virología.

Los seis meses no están medidos para el virus, sino para Sánchez. Seis meses, una hibernación de oso, sin tener que aguantar cada 15 días que le arrojen como mofetas los muertos, las escaseces, la ruina y la altanería de su quietud contemplativa. Serían seis meses de retiro, de paz, seis meses con los pies metidos en un cuenco tibetano. Seis meses podían estar en el cargo los dictadores de Roma, en teoría, y no sé si Sánchez se ha inspirado en eso, viéndose las pantorrillas, o ha pensado que es una generosidad por su parte tomarse sólo medio año sabático de democracia, para no abusar. Seis meses de poderes excepcionales otorgados del tirón, para su comodidad, para que pueda ser un presidente de batín firmando decretos igual que invitaciones a merendolas.

Sánchez quiere un protagonismo con distancia y sin sustos. Seis meses sin agobios, o seis meses sin oposición, acojinado y providente

Sánchez nunca quiso ese plan B que llegó a acordar con Cs y ERC, modificar la ley de Salud Pública, y que también le pide Casado. Él prefiere su mano posada sobre el cuello de la España enferma, curando su escrófula. Eso, si va bien. Si va mal, siempre podrá volver a culpar a las autonomías o a las paganas fiestas de la vendimia. Ése es el otro afán de este Estado de alarma, delegar en las autonomías. Sánchez renuncia así a salir en la tele como en una proa, rodeado de guardiamarinas y de escudos pesados como sus anclas, pero contenta a la avanzadilla del Estado plurinacional que tiene que aprobarle el presupuesto, Cataluña y País Vasco. Éstos van tan confiados que Pere Aragonès se ha atrevido a pedir su referéndum delante de Ursula von der Leyen. No sólo no pasa nada, sino que tendrán el dinero de Europa, que no hace falta que acabe en el virus.

Es la necesidad política, no la ciencia, la que ha cambiado desde que Sánchez tomó aquella primera vez el mando único hasta para almacenar batas. Ahora, Sánchez estaba cómodo lejos del virus, mientras se quemaban los presidentes autonómicos, sobre todo Ayuso, que ardía como el encaje de una penitente. El asalto a Madrid, primero, y el empeoramiento de la situación general más tarde, han terminado sin embargo por obligarle a retomar el protagonismo.

Pero Sánchez quiere un protagonismo con distancia y sin sustos. Seis meses sin agobios, o seis meses sin oposición, acojinado y providente. Aunque seis meses parecen pocos ahí en ese salón del Senado, rodeado de glorias imperiales y gamuza fernandina. Seguro que Sánchez lo pensó. Podrían ser más. Podría ser un año. O dos. O siempre. Y habría una ministra que saldría como de detrás de comoditas napoleónicas a decir que eso es lo que aconsejan los expertos. Nunca llegaríamos a ver a estos expertos, claro, pero Sánchez nos transmitiría su científica voluntad de manera clara, diáfana y cristalina.

Desde el salón de Pasos Perdidos del Senado, seis meses parecen lo menos que se le puede pedir a un imperio o a un estado de alarma. Rodeados de cuadros de juramentos godos y católicas victorias, Pedro Sánchez montó una conferencia de presidentes autonómicos telemática y rococó, donde los pantallones parecían relieves de sarcófagos de reyes. Hasta estaba Ursula von der Leyen como una emisaria del Sacro Imperio con gola de luto.

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