Durante las semanas más duras de la primera ola de la pandemia, allá por los meses de marzo y abril, no vimos imágenes de los muertos. Y fueron decenas de miles los que cayeron en esos días terribles de confinamiento e incertidumbre.

El 8 de abril El Mundo publicó en su portada una fotografía sin firma del Palacio de Hielo de Madrid, donde aparecían en hileras, ordenados por orden alfabético, centenares de féretros esperando su turno para salir hacia el crematorio. Algunos de ellos salieron rumbo a Huelva, a una distancia de 600 kilómetros, para ser incinerados, porque las incineradoras madrileñas ya no daban a basto.

El reportaje de Ignacio Encabo que este martes publicamos en El Independiente no es más que el relato real y descarnado de una pequeña parte de la historia nunca contada de lo que ocurrió durante aquellos días del pico del coronavirus. Una historia que oficialmente no existió porque mostrar a los muertos era políticamente incorrecto.

Aunque sea doloroso, siempre es mejor conocer la verdad que hacer como si las muertes no hubieran existido.

Vivimos entonces una situación paradójica. Mientras que las cifras de contagiados, hospitalizados, ingresados en UCI y fallecidos se difundían a diario, en las ruedas de prensa capitaneadas por el doctor Simón no había imágenes del drama que estaban viviendo miles de familias, que ni siquiera pudieron despedirse de sus seres queridos. Había números, pero no había rostros, el drama era una variable estadística.

Incluso la difusión de la fotografía del Palacio de Hielo fue duramente criticada por muchos que calificaron al diario de "morboso". Hubo una especie de consenso para no ofrecer las imágenes del horror. Pero el horror existió.

Vivimos en una sociedad que rechaza el dolor y el sufrimiento por principio. Una sociedad que levanta muros contra la miseria, contra la inseguridad, contra todo aquello que nos sitúa ante el espejo de una realidad que trasciende nuestro confortable entorno.

La pandemia, de la que ahora vivimos una segunda ola que ha sorprendido por su enorme virulencia, puso al desnudo todas nuestras debilidades. El sistema sanitario, supuestamente uno de los mejores del mundo, se vio desbordado en apenas unos días. La imprevisión abocó a la escasez de material básico de protección, incluso para el personal sanitario, que, como la avanzadilla de un desnortado ejército, sufrió enormes bajas. De las bromas sobre esa rara enfermedad que venía de China pasamos al pánico casi sin solución de continuidad. Ya no había seguridad, ni confianza en los políticos, sólo miedo.

Pero, eso sí, no veíamos las imágenes de los muertos, ni de las UCI. Como si esa censura o autocensura sirviera para anestesiar el dolor de tanta gente a la que un buen día le dijeron que su padre, madre, hermano o esposa había fallecido y había sido incinerado.

Cuando, de nuevo, las cifras de contagiados se disparan en toda Europa, y nos enfrentamos a situaciones insólitas y dolorosas, tal vez deberíamos pararnos un momento a pensar que, por muy duro que sea, siempre es mejor conocer lo que ocurre a nuestro alrededor que cerrar los ojos y hacer como si no hubiera existido.

Durante las semanas más duras de la primera ola de la pandemia, allá por los meses de marzo y abril, no vimos imágenes de los muertos. Y fueron decenas de miles los que cayeron en esos días terribles de confinamiento e incertidumbre.

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