Esta Navidad, los dioses o las constelaciones, que se prestan los carros, bestias y frutas del cielo, parece que no van a traer regalos, sino, con suerte, sólo supervivencia. Nos contentaremos con quedarnos ante la ventana, como un astrólogo de una sola estrella, como un vigía de un solo navío, mientras el mundo vira ante la escollera del bicho. En la casa colgará un calcetín solitario y aparatoso como una pata de palo, o quizá un par de ellos, mirándose y derritiéndose como gnomos enamorados, emborrachados de vino dulce y soledad sollamada. Ni en la noche sagrada, en la que nacieron igual Jesús que Mitra, se podrán reunir más de seis, y se recomienda el aire libre, cenar bajo los cascabeles del frío y de los perrillos, como campanilleros de Dickens. Aunque se pueda reunir la familia, a los padres y a los abuelos los miraremos como si los fuéramos a trinchar también. O sea, que malditas ganas de Navidad.

Lo que estamos pidiendo es vivir, como el pavo de la cocinera. Al menos tenemos la esperanza de las vacunas, que llegarán en lecheras de frío merengado, igual que la nieve. La nieve llegaba hasta Judea, según los que montan esos nacimientos lapones, sevillanos, falleros y babilónicos, todo a la vez; así que la vacuna también llegará, aunque sea en trenes cargados de nieve como acordeones cargados de nieve. Lo que ocurre es que, mientras llega, no nos queda otra que comer en soledad o bien comer en un quirófano o en un submarino, todos como para una radiografía o un parto, todos como buzos o como peces abisales de pulmón transparente y gota luminosa o venenosa sobre la cabeza. Maldita Navidad de sonrisa en el frío como una lágrima en el frío.

Esta Navidad, los dioses o las constelaciones, que se prestan los carros, bestias y frutas del cielo, parece que no van a traer regalos, sino, con suerte, sólo supervivencia

La Navidad nos paseará por delante, como siempre, trineos de ángeles y de golosinas, pero esta vez estarán todos plastificados, como de juguetería, como son las jugueterías para los niños pobres en Navidad. La cuchara plastificada, la guinda plastificada, el abrazo plastificado y breve que suena como probar un sofá, el saludo plastificado que se queda en el bolsillo como se queda un dedo en una copa, o el beso plastificado que se queda también en la copa o en el muérdago, colgado, inacabado y goteante como un carámbano. Malditas ganas de Navidad, de ir a tomar ponche con gomas y de abrazar a un árbol como un hippie de Navidad de Coca-Cola, en vez de abrazar al padre. Malditas ganas de esta Navidad como de ir en patines solo, con todos los raíles de la luz para uno y la gente siempre en otro casquete polar.

Uno nunca hubiera imaginado buscar entre chocolates y caramelos como en un cesto de escorpiones de rubí, ni sentir en las luces de la ciudad las de un congelador de tubitos radiactivos, ni otear a los amigos como miembros de un ejército invernal extranjero, ni notar la mano guardada en el guante como una cimitarra de tártaro que puede degollar de simple gelidez o inminencia. Uno no había sentido hasta ahora el frío con tentáculos de lo mojado ahí en el simple aire, ni ese vaho de los sitios, de las sopas y de las mejillas como un veneno arábigo. En verano no era igual. Ahora toda la luz es comestible y toda la piel es lana y todas las casas son leñeras y tu familia es como una familia de ardillas que tienen que estar juntas, que no pueden estar cada una en un rincón, como si fueran tenistas. Esto sólo pasa en Navidad, o pensando en la Navidad, que es la niñez con abrigo y con esperanza, niñez que viene a colmar la madre con un dulce o beso o sábana de nata, o el padre con una chimenea de madera de tabaco.

Maldita Navidad con el bicho ahí como el lobo tras la puerta atrancada o tras la sombra de mecedora y caperuza de la abuelita. Casi es Navidad y sólo queremos el regalo de sobrevivir y de no matar a nadie con nuestros nuevos patines de cuchillas. Queremos ir y no queremos ir al pueblo y verlo como desde fuera de esas bolas nevadas con pueblo dentro. Queremos y no queremos tocar la servilleta de la madre como aquella sábana de la niñez. Queremos y no queremos envolvernos en el padre como nos envolvíamos en el tabaco de madera de barco que le robábamos. Queremos y no queremos ir a acariciarlo todo, hasta los recuerdos, por no hacerlo con una manopla o con la misma peste.

Casi es Navidad y sólo queremos el regalo de sobrevivir y de no matar a nadie con nuestros nuevos patines de cuchillas

Maldita Navidad ésta... Y sin embargo la seguimos esperando, igual que siempre, como al relojero de los recuerdos y del planeta. Antes que la Navidad, antes que Jesús y antes incluso que Mitra, lo que se celebraba era que el sol, que parecía morirse rodando por el horizonte como un apuñalado rodando en sangre, volvería a renacer y a elevarse. Aún hacemos regalos, aún adornamos árboles sequizos y aún encendemos fuegos y faroles y estrellas para animar o convocar la abundancia de la naturaleza y para soplar luz dentro del sol.

Que lo demás empiece a renacer ahora, esta Navidad, a la vez que renacen el planeta y los dioses que viajan en el mismo carro del sol, eso sería algo hermoso y purificador. A pesar de la soledad y de los solitarios, de la distancia y de los distanciados, de lo que pasó y de lo que queda; a pesar de todo, los dioses y las constelaciones, que comparten y enredan su simbología y sus melenas por allí arriba, no dejarán de traernos regalos de niño y recuerdos de viejo. Nos traerán incluso el final del bicho. Bendita, a pesar de todo, esta Navidad en la que, como cada año, empezará a acabarse la oscuridad a la hora exacta en la que acostumbraba a empezar la luz.

Esta Navidad, los dioses o las constelaciones, que se prestan los carros, bestias y frutas del cielo, parece que no van a traer regalos, sino, con suerte, sólo supervivencia. Nos contentaremos con quedarnos ante la ventana, como un astrólogo de una sola estrella, como un vigía de un solo navío, mientras el mundo vira ante la escollera del bicho. En la casa colgará un calcetín solitario y aparatoso como una pata de palo, o quizá un par de ellos, mirándose y derritiéndose como gnomos enamorados, emborrachados de vino dulce y soledad sollamada. Ni en la noche sagrada, en la que nacieron igual Jesús que Mitra, se podrán reunir más de seis, y se recomienda el aire libre, cenar bajo los cascabeles del frío y de los perrillos, como campanilleros de Dickens. Aunque se pueda reunir la familia, a los padres y a los abuelos los miraremos como si los fuéramos a trinchar también. O sea, que malditas ganas de Navidad.

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