Ser rey en el siglo XXI es algo muy difícil. Me imagino que nunca fue sencillo, pero en la sociedad que aspira a la transparencia, al fin de los privilegios, a la igualdad de oportunidades, a la meritocracia... aún parece más complicado mantener la vigencia de una institución cuya legitimidad depende exclusivamente de una cuestión hereditaria.

Lo que llama más la atención de la extraordinaria serie The Crown (Netflix) es lo anacrónica que resulta la Casa Real británica a medida que los hechos que narra se acercan al momento presente. Aunque el secretario de Cultura británico (Oliver Downden) dijo que Netflix debería decir que la serie "no es más que ficción", la verdad es que su verosimilitud la ha convertido en un retrato bastante realista de la familia Windsor. Hemos visto a Isabel II como un ser humano, sí, pero tan dura e inflexible que es capaz de supeditarlo todo a su papel de reina. Incluida su propia familia. A un príncipe Carlos egoísta y un tanto cruel e injusto con la única persona que parece salvarse de la quema, una Lady Di que es lo más moderno que ha pasado por el palacio de Buckingham, si exceptuamos al parado que se coló en él por dos veces, burlando su obsoleto sistema de seguridad, y que incluso llegó a mantener una conversación con la reina en su dormitorio.

Durante muchos años los españoles pensamos que habíamos tenido mucha suerte con don Juan Carlos I. Después de casi cuarenta años de dictadura, un Borbón que paró el intento de golpe de Estado del 23-F de 1981, era la mejor de las noticias. España, ¡por fin!, tenía un rey demócrata.

Don Juan Carlos se ganó las simpatías de casi todo el mundo. Hizo buenas migas con Adolfo Suárez, arquitectos ambos de la Transición en la que no hay que olvidar el papel de Santiago Carrillo. Y después trabajó codo con codo con Felipe González en esa titánica tarea de integración de España en Europa.

Al rey se le perdonaron sus escarceos amorosos e incluso se miró para otro lado cuando alguien advertía sobre sus amistades peligrosas.

Para no perjudicar más a la Corona don Juan Carlos debería perder su condición de rey

La cacería de Botsuana y su afair con Corinna hicieron saltar por los aires su prestigio. Hasta el punto de tener que renunciar a la Corona en favor de su hijo Felipe. Aquella operación de Estado, en la que participaron Mariano Rajoy, Alfredo Pérez Rubalcaba y Felix Sanz Roldán (entonces al frente del CNI) fue todo un éxito... pero sólo momentáneo.

Aunque desde el punto de vista penal el regalo de 100 millones del rey de Arabia Saudi, la misteriosa cuenta de Jersey o las donaciones del mexicano Allen Sanginés-Krause no tengan recorrido suponen un baldón insoportable no sólo para el emérito, sino, por desgracia, también para la institución.

Naturalmente que don Juan Carlos tiene derecho a la presunción de inocencia y también a llevar a cabo una regularización fiscal. Pero no es así como se fortaleza la imagen de la Corona que, para una mayoría, ha perdido los componentes casi religiosos que hacían de ella una pieza insustituible del Estado.

Felipe VI, que entiende la monarquía como una profesión, es consciente de que su principal reto aquí y ahora es demostrar que la institución sigue siendo útil para la mayoría de los ciudadanos.

Pero cada vez que su padre aparece en la televisión la monarquía sufre un golpe a su credibilidad. Aunque Pedro Sánchez le dijo el pasado miércoles a Pedro Piqueras que lo que se juzga es a las personas y no a la institución, el presidente sabe que su declaración no sirve para establecer una barrera de protección efectiva para Felipe VI. Más aún cuando el vicepresidente Iglesias es un convencido republicano que no desaprovecha ocasión para arrimar el ascua a su sardina. El resto de socios del Gobierno, desde ERC a Bildu, tampoco son precisamente los mejores aliados para proteger a la Corona.

Estamos en un momento crucial de nuestra historia y quien no lo vea está ciego. O se produce un cambio radical o la Monarquía quedará herida de muerte.

Para empezar, el rey emérito debería dejar de serlo. Sus actos contaminan a la monarquía y, por tanto, la única forma de evitar que sus aventuras financieras sigan minando el crédito de la institución es que don Juan Carlos pase a ser un ciudadano normal, sin la cobertura que le da seguir siendo rey aunque sea de manera simbólica. O no sólo simbólica, porque desde el punto de vista legal hay quien piensa que, mientras siga siendo rey, continúa siendo inviolable.

Ya sabemos que él no quiere dejar de ser rey, pero ya se ha visto que su auto exilio a Abu Dabi no sirve para nada. Más aún si quiere volver a España, a lo que tiene derecho.

Felipe VI, probablemente el mejor rey al que podíamos aspirar, tiene, además del problema que le acarrean las fechorías de su padre (que han dejado en un juego de niños los chanchullos de su cuñado Iñaki), un problema importante con su equipo más cercano. La Zarzuela, empezando por el jefe de la Casa, Jaime Alfonsín, tiene que renovarse al completo. La fidelidad tiene que ir acompañada de eficiencia y el palacio real huele demasiado a naftalina.

Incluso, en un futuro no muy lejano, no estaría mal que Felipe VI abandonara el complejo de la Zarzuela para vivir de otra manera y en otro lugar más próximo a los ciudadanos, a los que tiene que ser cada vez más cercano y accesible.

Esta, naturalmente, es otra operación de Estado, como lo fue la abdicación de su padre, pero no menos importante o menos compleja y en la que, necesariamente, deberían participar los partidos que defienden la Constitución, empezando por el Partido Popular. Cerrar los ojos ya no es una opción.

Ser rey en el siglo XXI es algo muy difícil. Me imagino que nunca fue sencillo, pero en la sociedad que aspira a la transparencia, al fin de los privilegios, a la igualdad de oportunidades, a la meritocracia... aún parece más complicado mantener la vigencia de una institución cuya legitimidad depende exclusivamente de una cuestión hereditaria.

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