Lo más sorprendente del mensaje que con motivo de la Pascua Militar pronunció ayer Felipe VI fue el silencio con el que fue recibido por los líderes de Unidas Podemos, partido que se ha destacado en las últimas semanas en su campaña contra la institución monárquica.

Ni el vicepresidente Pablo Iglesias, ni el locuaz portavoz del Grupo en el Congreso, Pablo Echenique, ni siquiera el periódico con el que el líder de Podemos premió el cambio de versión ante el juez de Dina Bousselham, un panfleto llamado Última Hora, se lanzaron, como suele ser habitual, a descalificar, o ridiculizar la figura del Rey.

Es la prueba más evidente de que la operación para debilitar a la Corona ha sido un fiasco. Una operación en la que el presidente del Gobierno ha jugado el papel de poli bueno, mientras que Iglesias asumía el de poli duro, que le va que ni pintado. La presión comenzó a partir del 6 de diciembre, fecha en la que se dio a conocer (sería muy interesante saber quién filtró la información) que el rey Juan Carlos I había presentado ante Hacienda una propuesta de regularización fiscal. En el acto de conmemoración de la Constitución, Echenique declaró envalentonado: "Es una confesión de que ha defraudado. Lo hace porque le han pillado".

La hemeroteca está repleta de ataques a don Juan Carlos y a la monarquía. Fue entonces cuando Pedro Sánchez (el poli bueno) comenzó a filtrar desde Moncloa que Felipe VI debía marcar una clara línea de separación respecto a su padre. Se barajó incluso la posibilidad de que don Juan Carlos fuera desposeído de su título como rey emérito. Luego, lo recordarán bien, vino la presión insoportable sobre el contenido del mensaje que debía pronunciar Felipe VI en Nochebuena. La vicepresidenta primera, Carmen Calvo, alardeó que el mensaje sería nítido y claro respecto al comportamiento de don Juan Carlos.

La firmeza de Felipe VI y la falta de apoyos para emprender una reforma a fondo de la Corona han llevado a Moncloa a reducir la presión sobre la institución

Pero Felipe VI no fue más allá de donde debía ir. Ni siquiera mencionó a su padre, aunque, naturalmente, se refirió a la ejemplaridad con la que debe conducirse el jefe del Estado, lo que, por cierto, ya hizo en su primer discurso nada más asumir el trono.

Cinco días después, el presidente del Gobierno, en la última rueda de prensa del año, abrió la expectativa de una ley de la Corona, en la que se modificarían algunos aspectos sustanciales de la institución para "modernizarla".

Según se dijo, era una iniciativa compartida entre la Casa Real y Moncloa. Esa era la fórmula con la que el poli bueno pretendía mover ficha sin que se produjera el jaque mate que pretendía su socio, Iglesias, el poli malo.

Ha sido el propio Gobierno el que no ha tardado ni una semana en echar agua al vino, filtrando a El País, que ya no habrá ley de la Corona, sino más bien unos ligeros retoques para mejorar la transparencia de la institución.

Por eso, el silencio de los líderes populistas de Podemos no es sino la prueba fehaciente de que la ofensiva se ha dado contra un muro. Pero Iglesias, como buen demagogo, es un maestro en cambiar de agenda. El meneo a la Corona puede esperar. No es que se eche en saco roto, no es que se olvide, es que se ha perdido la ocasión y ahora toca esperar, el repliegue.

La clave del fracaso hay que buscarla en la resistencia del rey a seguir el dictado de Moncloa. Felipe VI estuvo en su sitio y no asumió, como se pretendía, el papel de verdugo de Juan Carlos I que, como monarca y como hijo, no debía en ningún caso aceptar. Más de diez millones de personas vieron en directo a un rey firme en sus convicciones, lo cual quiere decir consciente del papel que le otorga la Constitución.

Su firmeza y la seguridad de que él ha cumplido su papel de manera leal y dignificando a la institución a la que representa, ha sido premiada por los ciudadanos. Ayer mismo, un sondeo publicado por El Mundo reflejaba que la valoración de la Corona ha subido diez puntos desde el mes de agosto. Los defensores de la monarquía superan en veinte puntos a los que preferirían una república.

Meter mano a la Monarquía no es cosa de broma. Cualquier modificación de su estatus requiere de una mayoría parlamentaria de la que ahora el Gobierno no goza.

Felipe VI, que ayer habló a la cúpula militar como "mando supremo y jefe del Estado" (papel que le atribuye la Carta Magna) no se salió del guion. Y situó la cuestión en su punto medular: "La Constitución es el origen de la legitimidad de todos los poderes y de todas las instituciones del Estado". La Constitución no obliga a todos porque es la base de la democracia y la soberanía popular.

Las aguas vuelven, pues, a su cauce. Pero la tormenta ha puesto de manifiesto hasta qué punto la frivolidad del Gobierno puede poner en riesgo algo tan esencial como es la base sobre la que se asienta nuestra convivencia.

Lo más sorprendente del mensaje que con motivo de la Pascua Militar pronunció ayer Felipe VI fue el silencio con el que fue recibido por los líderes de Unidas Podemos, partido que se ha destacado en las últimas semanas en su campaña contra la institución monárquica.

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